Hech 9, 31-42; Sal 115; Jn 6, 60-69
««Y con todo, algunos de vosotros no creen.» (Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar)». En esta tierra, todo lo grande ha comenzado siempre por ser pequeño. La parábola del grano de mostaza es inexorable. Las proezas de amor llevadas a cabo por los santos no hubieran sido posibles sin su «pequeña» fidelidad a los deberes de cada día. Las mortificaciones sencillas y cotidianas son la mejor preparación para el martirio, y la obediencia callada en lo «insignificante» forja espíritus capaces de decir «sí» cuando se les invita a lo incomprensible. ¡Cuantas «vidas de santos» comienzan al borde del lecho, en las manos juntitas de un niño que recita las oraciones que aprendió de labios de su madre!… La misma ley rige para los pecados. No ha habido nunca un gran pecado que no haya estado precedido de pequeñas infidelidades. Es difícil -muy difícil- vencer al huracán de una «gran tentación»; pero es fácil -muy fácil, si hay voluntad- decir «no» al pecado venial.
Hablo de la traición de Judas. La perfidia de Caifás, la frivolidad de Herodes o el aburrimiento de Pilato de nada hubieran servido a Satanás sin un Judas. El Maligno necesitaba, para llevar a Cristo a la muerte, los servicios de un «infiltrado», y ese «infiltrado» fue Judas, uno de los doce. Tengo para mí que la escena evangélica que hoy contemplamos marca el momento en que el Demonio logró introducirse en el corazón de aquel apóstol. Tras el discurso de Pan de Vida, «muchos discípulos suyos se echaron atrás». No quisieron aceptar aquellas palabras tan misteriosas; se negaron a creer que la salvación, más que en cumplir la obras de la Ley, residiera en comer la carne y beber la sangre de un Hombre. Las palabras de Jesús que he copiado al comienzo de este comentario son más que suficientes para sospechar que Judas también se rebeló interiormente contra aquel discurso. El «Iscariote» (llamado así por llevar un puñal) deseaba un Mesías que liberase por la fuerza a Israel, no a un «lunático» que quisiera entregar sus miembros en alimento a los hombres. Pero, a diferencia de los demás incrédulos, Judas calló. Calló y permaneció con su secreto en la compañía del Maestro. Jesús, cariñosamente, le invito a sincerarse: «¿También vosotros queréis marcharos?». Si Judas hubiese sido sincero entonces… Si hubiese contestado a esa amorosa pregunta… «-Sí, Maestro, quiero marcharme. Quiero marcharme porque no te entiendo. Quiero marcharme porque yo esperaba otra cosa de Ti… -¡Amigo Judas! Ven conmigo. Hablemos a solas y te explicaré el Reino de los Cielos. Yo te desvelaré los planes de Dios y tú lloraras los tuyos sobre Mí. Ven, amigo Judas, no temas…». Si Judas, entonces, hubiese hablado, Jesús no habría muerto crucificado, y el propio Judas no habría terminado sus días colgado de un árbol.
El pequeño «fiat» de la Virgen dio lugar a la Redención del Género Humano… ¿Aprenderemos tú y yo la importancia de nuestro pequeño «sí», y las repercusiones de nuestros aparentemente pequeños «noes»?