Hech 12, 24 – 13, 5a; Sal 66; Jn 12, 44-50
«Auctoritate qua fungor»… Con estas palabras se acercó un día a mí, imponiendo su solemnes manos sobre mi humilde cabellera (¡No soy calvo, como creen algunos!) un superior mío. Continuó tan rimbombante discurso diciéndome que me nombraba no-séqué… Y, luego, ni auctoritate, ni fungor, ni nombramiento, ni nada. Desde entonces lo llamo «Fungor». Lo llamo así porque le tengo cariño. Me gusta poner motes a la gente que quiero, aunque raras veces lo empleo cuando hablo con ellos, para que no se me ofendan. Sin embargo, cuando los encomiendo ante Dios los llamo por el mote. A mi anterior párroco lo llamaba Scrooge, a Beatriz -una universitaria imposible que corretea por aquí- la llamo Beatruska, a Alfonso lo llamo Alf, a Juan-Antonio Johny, a Mideur Mideur, a las hermanitas ya sabéis cómo las llamo, y Antonio Samaniego es el Míster (reviviscencias de un pasado futbolístico dudoso). Mis sobrinitos son Ketchup y Coscorrón, y al que está en camino aún no sé qué mote le pondré. Uno de mis monaguillos -Álvaro- antes era Bart Simpson, pero ahora me ha crecido y es Álvar Fáñez. En cuanto a mí, me han llamado de todo (casi siempre con cariño), pero Chema siempre me recuerda que en la mili yo era conocido como «el brújula» (¡Y eso que sólo me perdí una vez!).
Perdonad que me detenga en estas cosas, pero a veces la Palabra de Dios juguetea con lo cotidiano con la misma sencillez con que el sol juguetea con las copas de los árboles. La oración no siempre tiene por qué ser un profundísimo ejercicio de introspección. En ocasiones, el Espíritu te lleva de paseo por lo ordinario y lo llena de luz. Por eso, al leer hoy la lista de los profetas y maestros de Antioquía y tener noticia de aquel «Simeón, apodado el Moreno», se me ha parado el alma en esa insignificancia y se ha sentado allí a rezar. Seguro que el tal Simeón era más negro que un tizón, y los hermanos, con cariño, le llamaban «moreno», «morenete», o «morenazo», que para el caso es lo mismo. En esas estaba mi alma, cuando han acudido al lugar donde orábamos decenas de versículos como aves de mañana: Abrán pasó a ser Abrahán; Sarai se volvió Sara; Jacob fue llamado Israel; Tomás era «el mellizo»; Santiago y Juan, los «hijos del trueno» (eso era por la mala leche, seguro); Simón era «Pedro»; Barsabás era «el justo»… Y, para que nadie dude del Amor de Cristo, el Apocalipsis nos revela que el Señor nos tiene puesto un mote a cada uno. Je je, hace como yo: no nos lo dice de momento. Pero lo tiene escrito en una piedrecita blanca que nos entregará cuando podamos verlo cara a cara. Leedlo, está en Ap 2, 17.
Y, aún sentado frente a ese pedacito de versículo, recordé que, muchas veces, he pensado que el nombre «Esclava del Señor», con el que María habla de sí misma por dos veces, no era sino eso, un mote cariñoso que Dios y Ella misma inventaron para hablar de Aquélla a quien un apasionado Amor había robado el corazón para siempre. ¡En qué cosas me entretengo cuando rezo!