Jesús promete a sus apóstoles el Espíritu Santo. Lo denomina otro Defensor (que es la traducción de Paráclito, el consolador, el intercesor o abogado). Dice otro porque nuestro primer intercesor en el cielo es el mismo Jesucristo (1Jn 2,1). De hecho, ya lo muestra con sus mismas palabras cuando dice: Yo le pediré al Padre, y pedir es lo que hace quien intercede. Es lo que dice san Pablo en 1Tim 2,5: que Jesús, en cuanto hombre, es mediador entre Dios y los hombres. Jesús intercede por nosotros ante Dios. Lo hace Jesús en su humanidad y también el Espíritu Santo. Dios sale fiador del hombre.
Sin embargo, la defensa que Dios hace de nosotros no es como la que construyen algunos padres para con el mal de sus hijos. Ésta es una mala imagen, porque el padre que quiere justificar a su hijo que ha hecho algo mal, o la madre que intercede ante el esposo por su hijo, intentan encontrar un motivo de disculpa. Tratan de comprender el mal comportamiento para poder excusarlo. Nosotros mismos, en alguna ocasión, es posible que hayamos quitado importancia a la mala acción de otro. Pero Dios no actúa así. El Espíritu Santo nos defiende porque nos justifica. Jesús envía el Espíritu para que sane los corazones de los hombres mediante la gracia. Si pensáramos que la acción del Paráclito consiste en presentar un pliego de descargo ante el Padre, entenderíamos mal a Dios y, finalmente, toda la obra de la Redención sería una ficción de la que participarían las Tres Personas de la Trinidad. Para ello ni siquiera sería necesario que los hombres nos enteráramos. Es más, que Dios diera publicidad de ello resultaría sospechoso. Pero no se trata de esto, sino de algo mucho más grande.
Como el pecado del hombre es real, la sanación también lo es. Esa sanación conlleva la comunicación de la vida divina por la que somos hijos y llamamos a Dios “Padre”. Por eso dice Jesús: Vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Y san Pedro lo explica en la segunda lectura de hoy: Cristo murió una vez por los pecados para llevarnos a Dios. Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu. Jesús, por tanto, está hablando de la comunicación del Espíritu, por el que tenemos vida cristiana. Por la resurrección de Jesús no sólo se nos perdonan los pecados, sino que se nos comunica la misma vida de Dios, hasta el punto de que Jesús llega a afirmar: Yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros. Y ése es el espíritu de la verdad, es decir, el que nos muestra en qué consiste nuestra verdadera vida, nos muestra la verdad de nuestra vocación y nos da fuerzas para vivir conforme a lo que somos.
Éstas son verdades muy profundas que debemos meditar con asiduidad y sin prisas. Es el misterio por el cual Dios me comunica su vida. Intelectualmente nos supera, pero podemos hacer algo. Dice santo Tomás que si amamos a Dios en lo que sabemos, según la gracia que se nos ha dado, Dios entonces nos envía dones aún más grandes. A Dios se le va ganando por el amor. En ese amor hacia el Padre, manifestado en las pequeñas cosas que hacemos cada día, se nos va revelando el rostro de Jesús de manera cada vez más perfecta, lo que nos mueve a amarlo todavía más. Dios es amor y el Espíritu Santo nos es dado para amar como Dios nos ama y, así, empezar a gozar ya del amor íntimo de Dios.