St 4, 1-10; Sal 54; Mc 9, 30-37

El bueno de Pat Alger, felizmente casado, asistió, junto con su esposa, a un partido de fútbol. Cuál no sería su sorpresa cuando, en el estadio, se topó de frente con una mujer cuyo rostro conocía: se trataba de su amor de adolescencia, la chica por la que suspiraba en el colegio y a la que jamás consiguió. Mientras presentaba a ambas mujeres, recordó cuántas noches había rezado para que le fuese concedido el amor de aquella muchacha. Le había prometido a Dios que, si le otorgaba aquel favor, no volvería a pedir nunca nada más… Ahora, sin embargo, la tenía delante y apenas tenían de qué hablar. Intentaron recordar los viejos tiempos, pero no quedaba nada de aquella chispa… Mientras se alejaban, miró a su mujer, y dio gracias a Dios. Comprendió que uno de los dones más grandes que el Señor nos hace son las oraciones sin respuesta. Al llegar a casa, escribió una de sus mejores canciones: «Unanswered Prayers».

No es sólo una historia bonita. Es la plasmación en la vida real de las palabras del apóstol Santiago: «Pedís y no recibís, porque pedís mal, para dar satisfacción a vuestras pasiones». No es que pidamos con mala intención; es que, cuando pedimos en la oración bienes para nosotros mismos, muy pocas veces sabemos qué es lo que nos conviene. Pedimos, sí, lo que deseamos, pero si Dios se plegase siempre a nuestros deseos no sería nuestro Padre. Ahí tienes a los apóstoles: míralos en el evangelio de hoy, deseando ser los más importantes. Santiago y Juan llegaron incluso a pedirlo abiertamente a través de su madre… Y Jesús, que los amaba, no se lo concedió: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Imagino, años más tarde, a Juan en su destierro y a Santiago en su martirio dando gracias a Dios, como Pat Alger, por las oraciones no atendidas. Tuvo que pasar ese tiempo para que comprendiesen que el verdadero bien estaba encerrado en aquellas incomprensibles palabras del Señor: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará»… Acompañar a Jesús era, sin duda, lo mejor.

No te enfades cuando parezca que Dios no atiende tus oraciones. Recuerda que somos niños, y los niños no siempre saben lo que les conviene. No te digo que no pidas.

Al contrario, pide como reza el salmo: «Encomienda a Dios tus afanes, que él te sustentará». Primero encomienda tus afanes a Dios… Pero luego deja que Él te sustente como sabe. Ora como Jesús en Getsemaní: pide primero, y di después: «pero no se haga mi voluntad, sino la tuya»… Si Dios no te concede lo que le has pedido, espera un tiempo: te prometo que en unos meses, o quizá unos años, te sorprenderás dándole gracias a Dios por ello. Ahora bien, si quieres elevar una oración que Dios siempre atiende, pídele lo que le pidió María: «Hágase en mí según tu Palabra».