1Pe 1, 3-9; Sal 110; Mc 10, 17-27
«Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios»… He escuchado un sinfín de interpretaciones «amables» de esta terrible frase de Jesús: que si con «ojo de una aguja» se refiere a esas puertas ojivales por la cuales, aunque con esfuerzo, el camello lograba al fin entrar si se desprendía de la impedimenta; que si el «camello» era un hilo grueso de lana, cuya entrada en el ojo de la aguja era costosa pero no imposible… Son los mismos que, cuando leen la primera bienaventuranza en el evangelio de Mateo, creen haber encontrado en la expresión «en el espíritu» la puerta de salida que les permita escapar del «Bienaventurados los pobres»… Nuestro aburguesamiento siempre ha sido capaz de hallar cláusulas acomodaticias a la hora de interpretar el evangelio a la medida de sus pecados. Si Jesús se hubiese referido a una puerta ojival o a un hilo de lana, ¿por qué añade «Es imposible para los hombres»? Digo yo que, en ese caso, habría dicho «es muy difícil»… A mis «santos de salón» les propongo otra exégesis: quizá Jesús se refería a la dificultad que tiene un hilo de lana para cruzar una puerta ojival… ¡Hala, no os preocupéis, chicos! ¡El evangelio encaja en nuestros pecados como un guante!
Yo me quedo con la tristeza de Jesús mientras ve alejarse a ese joven y sus ojos se llenan de lágrimas. Me quedo con el esfuerzo interior que tuvo que hacer para no salir tras él. Me quedo con la forma en que, mientras se le partía el Corazón, quiso arrodillarse ante una decisión humana libre. Me quedo con ese «Hijos» que precede a la frase de marras, y que Jesús sólo pronunció en momentos de infinita tristeza (volvió a emplearlo en la Última Cena: «Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros» -Jn 13, 33-). Me quedo, en definitiva, con lo que Jesús veía a través de sus lágrimas: que las riquezas, cuando son abrazadas como propias, atenazan de tal manera al ser humano y lo clavan al suelo con tal fuerza que ni la llamada amorosa de Jesucristo puede hacerle levantar el vuelo. Y, si alguien quiere una interpretación, la única que se me ocurre es que el ojo de la aguja es la Cruz y el camello son nuestras «gordísimas» almas, tendidas en un trono de comodidades e invocando desde allí a Dios entre juegos florales del espíritu mientras Jesús, desnudo y flagelado, grita «¡Tengo sed!».
Me quedo también con la segunda parte de ese «imposible para los hombres»: «no para Dios. Dios lo puede todo». Y, en lugar de quebrarme la cabeza decidiendo qué parte del equipaje debo dejar en tierra para entrar por la «puerta ojival» o cómo exprimir el hilo de lana para que encaje en el ojo de la aguja, me pondré de rodillas y pediré, a través de María, un milagro: que robe Dios con su Amor estas manos mías con las que todo lo tengo asido, que tome mi voluntad y de este modo quede yo sin nada hasta que mi alma también sea «la esclava del Señor». El que quiera seguir dándole vueltas a lo de la aguja, ¡Allá él! Ahora venden unas agujas para ciegos que tienen más agujero que los donuts.