Ez 18, 1-10.13b.30-32; Sal 50; Mt 19, 13-15

La predilección de Jesús por los niños es patente a lo largo de todo el evangelio. Les contempla mientras juegan, les bendice, les abraza, les pone de ejemplo ante los suyos… «de los que son como ellos es el Reino de los Cielos».
El trabajar día tras día con niños me ha ayudado mucho a profundizar en el misterio que esconden estas palabras del Señor. Existe en el niño -hasta en el más pequeño, aún cuando sólo cuente con varios días de vida- una sabiduría secreta que se pierde en la edad adulta: me refiero al conocimiento de su indigencia. Hasta que cumple los doce años, al niño no le molesta que le llamen así, «niño» (a partir de los doce años, hay que andarse con más cuidado). Como el adulto, como cualquier ser humano, es un ser plenamente necesitado; la diferencia consiste en que él lo sabe, y no se avergüenza de ello. Cuando aún es un bebé, ya conoce a la perfección la dependencia que le une a su madre, y, por eso, llora cuando no siente cerca la presencia materna. Muchas veces, en campamentos y colonias de verano, he presenciado la conmovedora escena del niño que echa de menos a sus padres. ¿Qué sería de nosotros si temiésemos pecar tanto como teme el niño alejarse de su madre? ¿Cómo sería nuestro arrepentimiento, si tras un pecado llorásemos como llora el niño lejos de los brazos maternos, y corriésemos al sacramento del perdón con la premura con que ellos se abrazan a su madre para calmar su llanto? La tragedia del adulto comienza cuando se acostumbra a vivir como un huérfano, lejos de su Padre Dios, y esto ya no le provoca tristeza alguna; cuando puede pasar un día sin orar y ya no lo echa de menos. La autosuficiencia, el querer «sentirnos adultos» o «sentirnos grandes», nos priva de la única ayuda que puede salvarnos: la de un Dios Padre y un Cristo Maestro: ya no queremos ser hijos ni discípulos.

¿Quién no ha contemplado alguna vez la escena de un niño completamente dormido en brazos de su madre mientras en la misma habitación varias personas hablan con enorme alboroto? Seguramente, en ese momento hemos recordado la consabida expresión «dormir como un bebé». Ese niño sabio entiende secretamente que en brazos de su madre no tiene nada que temer, y por eso duerme en paz. Por contraste, hoy día nuestras farmacias se hacen de oro vendiendo pastillas para dormir a los adultos. Si, viviendo en gracia de Dios, nos supiésemos tan confortados y protegidos por ese dulce abrazo del Espíritu, si creyésemos que, entonces, Dios vela nuestros sueños, volveríamos a dormir «como niños». Pero, claro, entonces no seríamos capaces de pasar una sola noche en pecado, ni un solo día sin oración. ¡Madre nuestra! ¡No dejes crecer a tus hijos!