Is 56, 1. 6-7; Sal 66; Rom 11, 13-15. 29-32; Mt 15, 21-28
«No está bien echar a los perros el pan de los hijos»… Venimos en busca de Jesús Resucitado, que ha salido del sepulcro con los brazos abiertos en busca del hombre, y nos encontramos con una pobre mujer cananea que persigue al Maestro por los caminos en busca de la curación de su hija sin obtener más respuesta que la aparente indiferencia del Señor. Finalmente, y no sabiendo ya qué hacer, la mujer se adelanta y se interpone, arrodillada, en el camino de Jesús cortándole el paso. Y Jesús, entonces, la llama «perro» y le dice que es indigna de lo que está pidiendo… ¿¿¿¿???? ¿Es éste nuestro evangelio? ¿Es éste nuestro Jesús?
Es nuestro evangelio, y es nuestro Jesús. La palabra «perro» era empleada habitualmente por aquellos judíos para referirse a los paganos. Los hebreos, sin embargo, eran llamados «hijos de Dios» por ser el pueblo escogido. Pero, más allá de estos datos históricos, el mensaje que el Señor quiere transmitir a aquella mujer es éste: «¿Te das cuenta de que eres indigna de recibir lo que pides?».
Volvamos a los judíos, y al drama que San Pablo nos presenta en su carta a los Romanos. Muchos de aquellos hebreos, seguros de su «dignidad» de hijos, se acercaron a Jesús como si tuvieran derechos sobre Él: le reprendían, le exigían signos, discutían con Él «de igual a igual» y contradecían su enseñanza… Y así -nos dice San Pablo- fueron reprobados y expulsados de la presencia de Dios. Lo mismo les sucede a tantos hombres y mujeres que se acercan al Señor llenos de soberbia: «¡Tienes que concederme esto!», «Mira que yo soy de los tuyos, que voy a misa y comulgo y rezo», «Esto no me lo puedes negar»… Si Dios no les da lo que piden, se enfadan con Él como se enfadarían con un subordinado desobediente…
«Dios nos encerró a todos en la rebeldía para tener misericordia de todos»… Sin embargo, aquella mujer cananea… Con su aparente indiferencia y sus palabras duras, Jesús pareció querer encerrarla en su pecado para que fuese consciente de su indignidad.
Y, allí encerradita como en una mazmorra, dejó escapar palabras de una humildad estremecedora: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos». Traduzco: «Es verdad, Señor, yo soy indigna porque soy pecadora. Pero sé que Tú eres bueno y te compadecerás de mí, porque hasta nosotros, siendo malos, nos compadecemos de un perrillo que, a los pies de la mesa, nos suplica una limosna de pan»… Jesús se conmovió: «Mujer, qué grande es tu fe». Se agachó, tomó por los codos a aquella cananea, la levantó y la besó con un milagro: «que se cumpla lo que deseas».
Hoy se cumplirá en nosotros esta Palabra. Quienes, por nuestros pecados, hemos venido a ser como bestias seremos admitidos a la mesa de los hijos y recibiremos de manos de la Virgen, en la Eucaristía, el Pan del Cielo… Pero recuerda que debemos acercarnos con mucha humildad, encerrados como estamos en nuestras culpas. Quizá, antes de comulgar, necesitas confesarte hoy…