La memoria de santa Mónica despierta en nosotros la importancia de interceder por los demás ante Dios a fin de que alcancen un bien espiritual. Es lo que hizo esta santa africana, que imploró de Dios la conversión de su hijo Agustín y fue escuchada. Ahora bien, Dios no le ahorró las lágrimas ni los sufrimientos.
Recientemente encontré este texto de León Bloy en una de sus cartas: “Cuando recibimos una gracia divina hemos de estar persuadidos de que alguien la ha pagado por nosotros”. Forma parte de la teología católica el afirmar que Jesucristo ha pagado por nuestro rescate. Igualmente sabemos que nosotros podemos unirnos a la ofrenda de Jesucristo en bien de nuestros hermanos.
Pensando en santa Mónica nos damos cuenta de muchas cosas. En primer lugar vemos que verdaderamente quería el bien de su hijo. Desde un punto de vista humano podía sentirse satisfecha ya que su hijo había triunfado en la vida. Pero Mónica nunca confundió las cosas. Ningún éxito humano de su hijo, ningún triunfo en esta tierra estaba al nivel del gran bien: conocer a Jesucristo y amarlo. Esto es lo primero que vemos: querer el bien espiritual de los hombres, que es su destino eterno. Sólo quien se preocupa del bien espiritual de las personas las ve en su verdadera dimensión y de forma completa. El hombre ha sido creado para Dios y mientras permanece alejado de Él no puede ser verdaderamente feliz. Amar a alguien significa desearle ese bien. Así amaba santa Mónica a su hijo y así debemos amar nosotros a quienes decimos son nuestros seres queridos.
Mónica eligió sufrir por el bien de su hijo. De alguna manera compendió que engendrar en la fe supone también sufrir en el mundo. San Agustín dirá después que es doblemente hijo de Mónica, ya que ella fue su madre biológica pero también quien lo ayudó a nacer en la fe. Al igual que estamos dispuestos a desgastarnos por ayudar a otros en el plano físico (dedicando horas, apoyando, trabajando por ellos), también existe un desgaste espiritual que es sufrimiento. Esto es difícil de explicar, pero en la experiencia se descubre que el sufrimiento tiene un carácter purificador y obra en bien de los demás.
El Agustín que no conocía a Jesucristo estaba clavado en el corazón de Mónica y ese dolor ella lo volvió útil. Ni lo negó refugiándose en otras compensaciones ni se desentendió de él. Su corazón fue el altar en el que amor y sufrimiento por su hijo se unieron y ella lo ofrecía cada día a Dios con su oración esperando la transformación que finalmente se produjo.
Que santa Mónica nos enseñe a amar así a nuestros seres queridos y nos ayude a permanecer fieles en el camino del sufrimiento si fuera necesario.