Job 38, 1.12-21.40, 3-5; Sal 138; Lc 10, 13-16
«¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, vestidos de sayal y sentados en ceniza».
En ocasiones se me ocurre pensar que Dios, en su gran Amor, se la ha jugado con nosotros: al amarnos sin condiciones y portarse como un Padre tan bueno, se ha arriesgado a que nos convirtamos en unos «niños de papá», en hijos insolentes e ingratos que profanan la bondad de su Padre, y que se creen con derecho a recibirlo todo sin rendir a cambio el homenaje filial de la obediencia, mientras miran a los demás por encima del hombro. He visto a algunas personas acudir al sacramento de la Penitencia tras largos años de alejamiento de la práctica religiosa, y, créeme, esas lágrimas de fuego que abrasaban sus mejillas y que atestiguaban el gozoso asombro del pecador ante la bondad de Dios me provocaban remordimientos. Como Job nos muestra hoy en la primera lectura, se sentían ellos entre dos abismos: el de su pequeñez y su miseria y el de la grandeza y bondad del Creador… Y lloraban. Yo recibo el mismo don que ellos todas semanas, y tengo que preguntarme si no me habré acostumbrado a lo asombroso, si no estaré pecando de ingratitud. ¿Cómo puede haber llegado a parecerme normal, aunque suceda cada siete días, que la mano consagrada de un mortal se eleve sobre mi frente y vuelque sobre mí la misericordia de todo un Dios a quien he ofendido, y que la sangre entregada de su Hijo se derrame sobre mi alma limpiando todas mis culpas y haciéndome hijo del Altísimo?
Recordando ahora a esas personas que se han encontrado, después de un largo alejamiento, con un Dios tan bueno, no puedo evitar preguntarme si no seremos un poco «pijos de espíritu»: si en el Cielo se ven las almas, puede que más de una aparezca con un cocodrilito sobre el corazón. Cuando dejamos de asistir a misa porque la iglesia del pueblo nos pilla lejos del chalet; cuando abandonamos la fila en la que esperamos para confesar porque «hay mucha cola, ya vendré otro día»; cuando dejamos la oración porque «ay, es que tengo mucho que hacer»; cuando no nos preocupamos de nuestra formación cristiana porque «ya con lo que sé tengo bastante»… ¿Nos damos cuenta de los enormes tesoros que estamos despreciando? ¿Nos damos cuenta de que otros, que no los tienen tan a mano, dejarían cualquier cosa por conseguirlos? ¿No estaremos arrojando a la basura las joyas de la casa?
«Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras…» ¡Madre nuestra, despierta las almas al asombro y a la gratitud, y haznos sentir la urgencia de responder con fidelidad y espíritu de conversión a un Padre tan bueno!