Son muchas las personas que manifiestan su dificultad para rezar. Es una historia antigua que, como vemos hoy, se remonta hasta los tiempos de Cristo. Los apóstoles le piden al Señor que les enseñe a orar. Es una petición valiente que, de por sí, ya es una oración. Rezar es hablar con Dios. Pero, ¿cómo hablar con Quien nos trasciende totalmente? Sólo el mismo Dios podía enseñarnos a hacerlo.
Ya en el Antiguo Testamento Dios había revelado el libro de los salmos. Son oraciones con las que rezaba el pueblo judío y que estuvieron en labios de Jesús. Al encarnarse Jesús nos enseña algo nuevo: llamar Padre a Dios. Si lo pensamos es tremendo.
En el Misal la invitación tradicional al Padrenuestro, dentro de las distintas fórmulas posibles, dice: “Fieles a la recomendación del Salvador y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a decir”. Fijémonos en esas palabras. Por una parte decimos “nos atrevemos”. ¿Cómo llamar Padre a Dios si el mismo Dios no nos autoriza a hacerlo? Aún así, cuando esa palabra sale de nuestra boca y es dicha verdaderamente en nuestro corazón, sentimos que hay algo de osadía en ello. Pero Jesús nos ha dicho que debemos orar de esa manera. Y por eso se dice que somos fieles a lo que Él nos ha recomendado.
Por tanto, podemos decir que Jesús nos invita a introducirnos en el coloquio que mantiene con su Padre. Si lo pensamos un poco caemos en la cuenta de que eso es posible porque se nos da también la condición de hijos. Por eso cuando lo llamamos “Padre” no utilizamos un lenguaje metafórico sino verdadero. Somos hijos, por gracia, y por eso podemos hablar como lo hace cualquier hijo con su progenitor.
La Iglesia venera esta oración que nace del mismo corazón de Jesús y que nos han transmitido los apóstoles. San Agustín, y otros padres de la Iglesia, recuerdan que cualquier oración verdadera ya está contenida en el Padrenuestro. Por otra parte, nos damos cuenta de que la petición que aquel día realizaron los apóstoles mantiene su total actualidad. Ellos cayeron en la cuenta de que para hablar a Dios necesitaban de Cristo. Hoy sigue siendo igual. Por ello, toda oración al Padre, como enseña san Pablo, la hacemos a través de su Hijo Jesús.
No debemos preocuparnos por las muchas palabras, ni por hacer frases muy acabadas o bonitas. Lo que Dios mira es la pureza de nuestro corazón. Además, basta meditar un poco sobre la oración dominical para darnos cuenta de que en ella se nos abre directamente el acceso a Dios. Nos recibe directamente: como un padre a sus hijos. Es así porque somos hijos en el Hijo.
Que la Virgen María que enseñó a hablar a Jesús como hombre nos ayude a aprender de Él a hablar con Dios con la confianza de hijos.