El banquete es una imagen habitual en la Sagrada Escritura para mostrar la alegría escatológica. El Evangelio, además, nos habla de la boda del hijo, que es Jesucristo. Podemos inferir que la desposada es la Iglesia. San Pablo, en la Carta a los efesios, compara el matrimonio con el amor de Cristo por su Iglesia. Todos los hombres están invitados a ese banquete. Así lo dice Isaías. Porque al festín han sido invitados pueblos numerosos. El designio salvador de Dios se extiende sobre todos los hombres.
La parábola muestra el drama de los que rechazan la invitación. Una posibilidad real que, con frecuencia, olvidamos. Que Dios quiera que todos los hombres se salven no significa que todos los hombres quieran, positivamente, ser salvados. En el texto se nos muestra una serie de disculpas: cuidar los negocios, atender las tierras o, lo más terrible, responder asesinando a los mensajeros. Aun cuando no todas las actuaciones revisten la misma gravedad, todas tienen una única consecuencia: quedar fuera del banquete.
Por otra parte, cuando el rey hace que se invite a todos los que encuentren por los caminos, malos y buenos, muestra cómo la salvación es absoluta iniciativa de Dios y se dirige a todos. La llamada es universal y, además, no exige méritos previos sino simplemente aceptar la invitación. Aunque los teólogos han discutido mucho sobre la relación entre la gracia de Dios y la libertad del hombre, para ver de qué modo se concilian, a nosotros nos basta con saber que Dios nos tiende su mano y que queda de nuestra parte el aferrarnos a ella. Que en todo ese proceso, vivido de distintas maneras por cada uno porque Dios se adapta a nuestra historia, haya una primacía absoluta del don divino no excluye la realidad de nuestra libertad. Y esa elección la hacemos en la vida: hoy mismo. Y la actualizamos cada día.
Un escritor francés, que por cierto murió católico, explica en su diario que un día entró a rezar en una capilla en la que estaba expuesto el Santísimo Sacramento. Allí percibió de una manera especial que Dios lo llamaba a su servicio. Sin embargo, al salir de la capilla, no se vio con fuerzas para vivir como Dios le pedía y estuvo mucho tiempo apartado de la Iglesia. Más tarde, recordando el porqué no respondió con más generosidad al Señor, escribió: “Entonces me sentía liberado de un gran peso: el peso de la cruz”.
Porque ponerse en camino hacia el banquete tiene consecuencias en nuestra vida. De hecho, la cambia totalmente. Igual que nos preparamos para ir a la boda de un familiar o de un amigo, tenemos que hacerlo para asistir a las bodas del Cordero. Aunque aquí la experiencia nos muestra también que es Dios quien va disponiéndolo todo. Así lo indica el salmo responsorial de hoy. Jesús es el buen pastor que nos va guiando por el sendero de la vida hacia el lugar donde se celebra la gran fiesta. Por eso ha venido al mundo, para ser nuestro camino. Y en ese caminar nos va preparando para que seamos dignos convidados. Lo dice el Apocalipsis, cuando nos muestra a los redimidos como personas vestidas de blanco que han lavado sus vestidos en la sangre del Cordero.
Dios Padre no quiere que nadie falte a la gran fiesta de bodas. Su invitación nos llega constantemente a través de la Iglesia