Gn 4,1-15.25; Sal 49, 1-8.16-21; Marcos 8, 11-13

Estos días, en la primera lectura vamos a escuchar algunos fragmentos del libro del Génesis, en los que se narra instructivamente, los orígenes de la humanidad y la irrupción del mal en el mundo. Precisamente hoy se narra el crimen de Caín.

Atendiendo al relato descubrimos que en el origen de ese fratricidio está la envidia. Dios acogió mejor el sacrificio de Abel que el de su hermano. Esto enfureció a Caín. La envidia consiste en la tristeza por un bien ajeno. Se trata de un pecado que nos corroe interiormente y que sólo se salva reconociendo el bien del otro y alegrándonos por ello. De no ser así, acaba teniendo consecuencias desastrosas que llevan a desear la desgracia ajena, hasta su eliminación. Es lo que le sucede a Caín, a pesar de que el Señor le advierte de que “el pecado acecha a tu puerta y te acosa”. También le señala que si obrara bien no andaría cabizbajo. De hecho, en las raíces de su envidia está el que no ha ofrecido lo mejor a Dios, a diferencia de su hermano. El texto permite entenderlo así, ya que señala, de manera deferente, lo que Abel separó para su sacrificio (los primogénitos del rebaño y hasta su grasa).

Caín se dejó arrastrar por la envidia y culminó su pecado asesinando a un inocente. Pero, en vez de conseguir su bien, lo que hizo fue acrecentar el mal sobre la tierra y hacer su existencia aún más insegura. La desaparición del otro nunca garantiza nuestro bien, antes lo contrario. Frente a la envidia hemos de reconocer que todos los bienes, sea quien sea su poseedor, embellecen el mundo y alegran nuestra vida. Nos gusta que los actores representen bien su papel y que los médicos sean competentes en el desempeño de su oficio, y lo mismo podemos decir de cualquier profesión. Con mayor motivo deberíamos alegrarnos de que las personas sean buenas y de que resplandezcan en ellas las virtudes. Alegrarnos por los bienes ajenos también debemos aplicarlo al plano espiritual. Hay personas que tienen más dones que nosotros, que son más eficaces apostólicamente o avanzan más en el camino de la santidad. Sería terrible que eso nos causara pesar. Lo que allí se muestra es la gloria de Dios y hemos de reconocerla. Todo bien reconocido debe llevarnos a la alabanza, porque de una u otra manera refleja la bondad de Dios.

También podemos considerar, si vemos que en nuestro corazón nace algún resentimiento contra los demás o hay algún indicio de aversión, que el mal está en nosotros y que hay algo que debe ser enmendado. Caín había actuado mal y, en vez de rectificar, dejó que ese mal creciera en él y acabara devorándolo aunque, como le había dicho el Señor, “podía dominarlo”.

Que la Virgen María nos ayude a vencer la tentación de la envidia y nos alcance el tener un corazón generosos y agradecido.