Gn 9, 1-13; Salm 101, 16-23.29; Marcos 8, 27-33
El texto que hoy leemos en el Evangelio seguramente lo hemos meditado muchas veces. Es posible que lo conozcamos casi de memoria e incluso que conozcamos bien las interpretaciones que se dan del mismo. Sin embargo, qué bueno que, una vez más, el Señor vuelva a preguntarnos, “¿quién decís que soy?”.
Pedro, después de equivocarse en el juicio sobre la pasión de Jesús y de ser reprendido por su Maestro es muy probable que se hiciera nuevamente esa pregunta. También nosotros, como Pedro, hemos confesado la divinidad de Jesús y su carácter mesiánico muchas veces. Hacemos continuamente la profesión de fe, que fue pronunciada en nuestro bautismo y que la Iglesia recita cada domingo. Pero, como Pedro, es posible que nosotros no saquemos las consecuencias de lo que afirmamos en nuestra fe. Por eso resulta tan oportuno enfrentarnos, una vez más, a la pregunta del Señor. Al responderla ahondamos en el significado de su persona y lo conocemos mejor. Es Él quien nos va desvelando el misterio de su ser y de su actuar. Y ello, a todos nosotros, nos es muy necesario, porque creemos que ya lo sabemos todo, y Jesús es muchísimo más grande y sorprendente.
En las primeras respuestas que dan los discípulos comparan a Jesús con algún personaje conocido. Ciertamente se refieren a grandes personajes religiosos, como Juan el Bautista, Elías o algún profeta. Pero las comparaciones se quedan cortas. Pedro, movido por la gracia confiesa que es el Mesías. De hecho también nosotros confesamos la divinidad de Jesús impulsados por el Espíritu Santo. Pero, después de esa confesión sorprendente Pedro vuelve a caer en el esquematismo humano y reduce la actividad del Mesías a lo que, humanamente, cabe esperar. Sin embargo el Mesías es totalmente diferente: es Dios.
El actuar de Dios es sorprendente. Su amor nos sorprende continuamente y sus caminos no son los que nosotros esperamos. Confesar que Jesús es el Cristo conlleva, como dice Jesús dejar de pensar como los hombres y empezar a pensar como Dios. La fe nos lleva a poner nuestro entendimiento bajo el entendimiento divino. Dios es más grande y su obrar es maravilloso. La obra redentora de Jesucristo supera toda expectativa, como vemos en el misterio del Calvario que anticipa a sus discípulos. Es un misterio de amor muy grande obrado a favor de los hombres.
Quizás nosotros también nos escandalizamos por el proceder de Dios en la historia y nos resistimos a ese abajamiento de Dios del que somos invitados a participar. Porque, cuando reconocemos a Jesucristo nos sucede como a los apóstoles, que nos empieza a hablar con claridad. De nuevo Jesús nos pregunta y, de nuevo, hemos de reconocer que nuestra respuesta de fe es movida por la gracia y, por eso, sabemos que hemos de ser continuamente instruidos para profundizar en la verdad de lo que afirmamos. Que nuestros esquemas y prejuicios no nos impidan reconocer, en toda su grandeza, al Hijo de Dios que nos salva.