Gn 11, 1-9; Salm 32, 10-15; Marcos 8, 34-9,1

En la primera lectura leemos el relato de la torre de Babel. Esa edificación ha quedado como la imagen del hombre que quiere, con sus solas fuerzas, escalar el cielo. En ese proyecto se encubrían otras cosas. Así, por ejemplo, los hombres renuncian a dispersarse por el mundo, como habrán de hacer después de la confusión de las lenguas. De ese miedo a ocupar toda la tierra podemos deducir que el designio de Dios, de que el hombre domine (cuide y embellezca) la creación, corre el peligro de no ser cumplido. Quieren ser famosos con su edificación, que alcanzará el cielo, pero no cumplir la misión de todo hombre.

Desde esa perspectiva podemos relacionar la primera lectura con el evangelio de hoy. Jesús nos dice “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. También hay una invitación a arriesgar todo en el seguimiento de Cristo. Por una parte de esa invitación de Jesús, profundizada en la advertencia de que la vida hay que darla para ganarla, leemos una exigencia. La idea de la cruz nos disuade, porque la identificamos con lo doloroso, la privación y el sacrificio.

Pero la cruz también va unida a la vida plena. Al igual que la torre de Babel podía parecer algo hermoso pero, en definitiva, no era sino substituir la gloria del cielo por la humana, también la Cruz se presenta como el camino para la verdadera felicidad. De ahí que perder la vida sea ganarla.

Desde otro punto de vista podemos decir que lo que en nuestra vida no está clavado con Jesucristo, aún no tiene la plenitud a la que está llamada. Lo que no pasa por la cruz quizás suponga una cierta satisfacción para nosotros (momentánea), pero al final se revela como una pérdida para el alma. Por eso, al igual que Jesús, desde la Cruz salva a todos los hombre pero también a cada hombre en su totalidad, somos invitados a unirnos totalmente a Él. No debemos reservarnos nada. Que ningún aspecto de nuestra vida quede al margen de la Cruz de Jesucristo. La invitación del Señor se nos muestra, entonces, como una llamada a la plenitud de la libertad y de la felicidad. Asumir la propia cruz, en el seguimiento de Jesucristo, significa, en primer lugar, confesar que quien ha muerto por nosotros en el Calvario es nuestro salvador. Conlleva, además, la experiencia de que por su cruz hemos sido salvados de las ataduras del pecado y, de nuevo, podemos asumir nuestra responsabilidad plenamente. Somos invitados por el Señor a vivir según nuestra condición de redimidos que conlleva la exigencia de esa vida (lejos de la comodidad y de todo proyecto que excluya a Dios), pero también la alegría de experimentar una vida ganada. Estamos llamados al don de nosotros mismos y no podemos reservarnos nada.

Que la Virgen María, que acompañó a su Hijo en el camino de la Cruz nos ayude a comprender internamente lo que el Señor nos pide.