Si 2,1-13; Salm 36, 3-4.18-19.27-28.39-40; Marcos 9, 30-36

En el Evangelio de hoy nos encontramos con dos caminos que divergen diametralmente. Por una parte está Jesús que intentando explicar a los apóstoles que pronto habrá de padecer a manos de los hombres. Por otra tenemos a los discípulos discutiendo entre sí sobre quién era el más importante. Nos dice también el Evangelio que los discípulos no habían entendido nada de lo que Jesús intentaba explicarles. No nos sorprende.

Jesús intenta explicar a quienes le son más cercanos su destino, pero ellos, según se deduce del texto, andaban preocupados por el de cada uno. Hay como una divergencia de corazones. El Señor ha hecho una confidencia de amigo pero la mente de los suyos estaba en otra cosa. También los apóstoles, al igual que todos nosotros, hemos de ir configurando nuestro corazón al de Jesús. San Pablo exhortará a los filipenses, y a todos nosotros en ellos, a tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Y, en otro momento, animará a renovar nuestra manera de pensar. Todo va en la misma dirección: hay un pensar de Jesús, que se manifiesta también en el afecto de su corazón, y que configura toda su vida terrena, porque va a Jerusalén a entregar su vida por los hombres.

En el umbral de la Cuaresma el evangelio de hoy nos dispone a la conversión, que es mirar a Dios para empezar a ver las cosas, y nuestra propia vida, con los ojos de Jesús. El mismo Señor nos anima a ello utilizando una gran pedagogía con sus apóstoles. A la tentación de querer ser importantes opone: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos, y el servidor de todos”. Y por si no quedaba clara la frase la ilustra abrazando a un niño y comparándose con él.

La figura del niño es muy evocadora. Por una parte nos sugiere la pequeñez, que es querida gratuitamente en su simplicidad, porque un niño no puede devolvernos nada, salvo con su sonrisa o agradecimiento. Es la imagen de lo pequeño y, sin embargo, tremendamente valioso, porque en un niño está el futuro. Así podemos entender que las pequeñas cosas, que muchas veces rechazamos porque nos parecen irrelevantes, al igual que los pequeños puestos, también son grandes en la perspectiva de la eternidad (como el abajamiento del Hijo de Dios hasta el punto de morir en la cruz).

Pero en el niño también podemos vernos nosotros, en nuestra fragilidad e impotencia. Jesús nos quiere en nuestra pequeñez y nos dice que en ella se reconoce Él. Esa intuición fue magistralmente desarrollada por santa Teresa del Niño Jesús y su doctrina de la infancia espiritual. El pequeño no puede hacer grandes cosas, pero puede dejarse abrazar, amar, por el Señor y, uniendo su corazón al de Jesús compartir su misma suerte, amando a los demás hombres, esto es sirviéndolos. La pequeñez se revela como un camino para mostrar, sin mixtificaciones, el amor de Dios en el mundo.