Sap 1,13-15; 2,23-24; Sal 29; 2 Co 8,7.9.13-15; Mc 5,21-43
¿Sobresalimos en la fe? Así nos lo dice san Pablo; en otras cosas también —¡qué majo era Pablo, siempre pendiente de nosotros, de alentarnos, de distinguirnos con un afecto que nos empujaba hacia el Señor!—, pero en este contexto sólo nos fijaremos en ella. La fe es la que expresa cómo somos imagen del propio ser de quien nos creó. Porque la fe nos empuja hacia él. Hace que nosotros crezcamos mirándole. Con mirada de amor esperanzado. La fe ensancha nuestro ser. Aprovecha nuestra libertad. Porque no es algo que nos encierra, sino que nos abre, nos libera. Nos hace en verdad libres. Nos abre a la profundidad del misterio de Dios y, a la vez, nos deja también hendidos en nuestra interioridad más profunda a la acción de Dios en nosotros, para que entre en nuestras internalidades y les dé forma. La fe es una actitud de vida, en la que mostramos el fondo mismo de esa imagen del ser que, con ella, somos. Curioso, porque podría decirse que de la tríada fe, esperanza y amor, la fe es la menos importante. Quizá sí, mas ella es el portillo por el que entran las otras dos y toman posesión de nuestras vidas. Sin fe ni hay esperanza ni hay amor. La fe nos hace seres de amorosidad. Carne amante.
Tu fe te ha curado. Y, en el complejo evangelio de hoy, encontramos dos fes, la de la mujer que padecía flujos de sangre y la del jefe de la sinagoga, cuya hija está en las últimas. Ambos se acercan al Señor, interfiriéndose, con una fe temblorosa. Causa asombro la manera con la que Marcos describe el acercamiento de la mujer a Jesús: tocaré el manto, y de esa forma seré curada. ¿Quién me ha tocado? ¿Qué dices, en el tumulto de los apretujones? Pues los discípulos, una vez más, no nos enteramos de la misa la media. Pero el Señor, sí, ha notado cómo una fuerza ha salido de él. La fuerza que responde a la fe de la mujer temblorosa, quien sólo se ha atrevido a tocar en el alboroto el manto de Jesús. Esa fuerza del Señor es la respuesta a la fe temblorosa. Una fuerza curativa. Una fuerza que nos restaura en la verdadera imagen de nuestro ser semejantes.
En el evangelio se mueve todo en apretujones. Apretujones de fe. Porque hoy la gente se acerca a Jesús a pedirle, a tocarle. La fe curó a la mujer con flujos de sangre. Y Jesús dice esas hermosísimas palabras al jefe de la sinagoga: No temas; basta que tengas fe. Esa es la condición. Eso es lo único que nos pide. De este modo reencontramos la imagen misma de nuestro ser de vida; vida resplandeciente. Creados a imagen y semejanza de Dios, ahora, por nuestra fe, reencontramos esa semejanza. La mujer, temblorosa de fe, toca el manto de Jesús. La niña muerta, por la inmensa fe de su padre, recobra la vida: entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo que se levantara. Porque nuestra fe es una manera de tocar a Jesús y de ser tocado por él. Así, Jesús, por el portillo de nuestra fe, nos restaura en nuestra semejanza. Así, vivimos ahora en esperanza y nos convertimos en seres de amorosidad, abiertos a la vida eterna. Falta una condición todavía, que muera por nosotros en la cruz salvadora.