Prov 30,5-9; Sal 118; Lu 9,1-6
Qué locura, qué insensatez, con la cantidad de medios de comunicación refinados de los que hoy disponemos, mandarnos en ese seguimiento a cuerpo gentil, sin nada, ni bastón ni alforja; lo cual podríamos pensar que se debe a unos tiempos ya pretéritos, pero para que no nos engañemos, continúa: ni pan ni dinero. Pero ¿cómo?, ¿se nos ha vuelto loco?, ¿no lo tenían por tal sus propios conciudadanos de Nazaret? ¡A quién se le ocurre! ¿Dejaremos los ordenadores, las páginas web, los diálogos internáuticos, que tantos, y con tanta razón, utilizan para evangelizar, pues saben aprovechar todo instrumento, aun el más novedoso?
Lo utilizaremos todo, claro es, porque somos nosotros con todo lo que tenemos quienes seguimos a Jesús. La cuestión estará en dónde poner nuestra confianza. En dónde estará la lámpara que guíe nuestros pasos. Porque algunos quieren utilizar de modo refinado los medios de comunicación para anunciarnos, para que nuestra imagen, la imagen de la Iglesia, no sufra los descalabros en los que tantas veces cae o se mete por sí misma. Deberíamos hacer, dicen, que la inmensa labor benéfica de la Iglesia, por ejemplo, se conozca de verdad y en su entereza. Deberíamos volver a una liturgia resplandeciente, que casi hemos perdido por completo. Y tienen razón. Deberíamos entrar en todos los foros de decisión cultural, de pensamiento. Y es verdad, pero, lo sabéis muy bien, al menos acá, en nuestros pagos, muchas veces se nos cierran en las mismas narices. Deberíamos tener en los distintos niveles de nuestros instrumentos de evangelización gentes que presenten nuestras cosas con enorme inteligencia. Ya los hay, aunque no siempre, ni mucho menos.
Pero, nos advierte con tanta razón el libro de los Proverbios: no añadas nada a sus palabras. Porque le predicamos a él, le seguimos a él. No a nosotros. No a lo nuestro. Mas no añadir nada a sus palabras no consiste en repetir una y otra vez lo mismo, como si entregáramos fotocopias del NT. Porque es palabra viva. Palabra que se hace con nosotros en el Espíritu que viene a habitar en el hondón mismo de lo que somos y, allá, grita: Abba, Padre. Esto no lo podemos olvidar, pues es lo decisivo. En muchas ocasiones una viejecita o una que apenas si es más que una niña, con sus palabras y sus acciones expresan con toda su fuerza la Palabra de Dios que actúa en la Iglesia para la salvación del mundo. Ahí está la madre Teresa de Calcuta, quien ahora hace cien años que nació. O ese fenómeno de la comunicación que resulta ser la vida y los escritos de santa Teresita del Niño Jesús, que en la Iglesia hemos hecho patrona de las misiones.
Porque la Palabra brilla por sí misma. Y nuestra pequeñez desnuda hace ver dónde está su fuerza, quién sostiene a su Iglesia, quién nos empuja a todos los que seguimos a Jesús a ir por el mundo entero para predicar el Evangelio. ¿Predicadores televisivos? Sí, ¿por qué no? Mas sabiendo en todo momento, a cada instante, quién es el centro y el quicio de toda nuestra acción. Nada más. Nada podemos añadir por nosotros mismos, aunque, debemos reconocerlo, es cosa casi imposible por nuestra parte, por eso debemos ser extremadamente cuidadosos. Sin olvidar nunca que, en la predicación, en la vida, a quien se ve es a nosotros, y, por el brillo de nuestra palabra y, si Dios quiere con su gracia, de nuestro rostro, pero nosotros sólo expresamos a Cristo Jesús.