Hablaba hace unos días con un chaval de diecisiete años que lo está pasando francamente mal. El chaval está cumpliendo condena en un centro cerrado, tiene dieciocho meses por delante, y tras unas primeras semanas en que no se enteraba demasiado, se ha ido dando cuenta que ningún “amigo” le escribe. Y es que sus amigos son colegas, estupendos para tomar una cerveza o hacer algún destrozo, pero cuando las cosas se tuercen y no puedes ofrecerles nada, se olvidan de ti. Es muy triste darte cuenta a los diecisiete años que no tienes amigos, que cada uno va a lo suyo. Sólo sus padres son los que, semana tras semana, van a verle.
“En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:- «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico.” El gran pecado del rico no era ser rico (que el Evangelio no lo ha escrito la ministra de hacienda), sino que no se daba cuenta de la presencia de Lázaro a su puerta. No trataba al otro como una persona, su presencia nunca le movió a la compasión o a la caridad. Tampoco parece que lo maltratase, simplemente no existía, había dejado de escribirle cartas, no era interesante. Sólo se fija en él cuando puede utilizarlo: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas.” “Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento.” Pero ya es demasiado tarde. Dios no castiga la riqueza, sino que la riqueza nos cierre el corazón.
Tal vez nosotros pensemos: “Bueno, yo no soy rico, yo no puedo hacer grandes cosas y cambiar el mundo, este Evangelio no me afecta demasiado”. Si los colegas de este chico de la cárcel fuesen a Misa y escuchasen hoy este Evangelio tendrían que darse cuenta que su riqueza es poder dar esperanza a este chaval. Y tu y yo cuando salgamos de la celebración de la Eucaristía tendremos que pararnos a pensar cuál es nuestra riqueza y dársela a los demás. Tal vez una visita a ese enfermos que hace tiempo que no vamos a ver, esa llamada de teléfono que llevamos días retrasando, escuchar a esa que llevamos tiempo evitando porque es muy pesada, dar nuestro tiempo para una buena causa,… lo que sea. No podremos llegar delante de Dios a decirle: “No he hecho nada malo”, y no presentarle nuestras buenas obras. La vida cristiana es justamente eso: vida. No es evitar pecados, sino llenarnos de buenas obras para las que Dios nos capacita. “Hombre de Dios, practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado, y de la que hiciste noble profesión ante muchos testigos.” Es una conquista que hay que pelear y sus armas son la fe, la esperanza y la caridad.
Tal vez hoy podamos acabar con la oración final de la encíclica del Papa “Deus Caritas est” y ponernos así en manos de nuestra Madre la Virgen:
Santa María, Madre de Dios,
tú has dado al mundo la verdadera luz,
Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios.
Te has entregado por completo
a la llamada de Dios
y te has convertido así en fuente
de la bondad que mana de Él.
Muéstranos a Jesús. Guíanos hacia Él.
Enséñanos a conocerlo y amarlo,
para que también nosotros
podamos llegar a ser capaces
de un verdadero amor
y ser fuentes de agua viva
en medio de un mundo sediento.