La liturgia de este domingo nos invita de nuevo a contemplar el misterio de la Encarnación. A diferencia de los mitos, que cuentan un suceso sucedido en un tiempo primordial no constatable empíricamente, la fe cristiana parte de un hecho concreto: en la ciudad de Belén, en un día determinado, nació el Mesías.
Cuando escriba su primera carta, San Juan hablará de lo que sus ojos han visto y sus manos han palpado, y narrará a sus destinatarios lo que sus oídos oyeron. Todo eso es posible porque la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Éste es el misterio de la condescendencia divina. Contrariamente a lo que podríamos pensar, la acción de Dios no viene motivada por los actos de los hombres, sino que tiene su origen totalmente en su amor. Dice santo Tomás: “Nosotros amamos las cosas porque son buenas, pero las cosas son buenas porque Dios las ama”. A ese amor, preexistente desde toda la eternidad, se refieren las lecturas de hoy.
Hay un solo designio, del que se nos dan a conocer dos aspectos. Por una parte está el deseo de Dios de hacerse hombre para salvar a los hombres. Lo narra el Evangelio y la primera lectura, en la que el Creador (Padre), le dice a la Sabiduría (Hijo): Habita en Jacob, sea Israel tu heredad. Por otra, está la motivación de ese deseo y es que Dios, dice san Pablo, nos predestinó a ser hijos adoptivos suyos por Jesucristo.
En cualquiera de los dos prefacios de Navidad que pueden utilizarse en la Misa de hoy, se señala el feliz intercambio que san Ireneo expresó con estas palabras: “Dios se hizo hombre para que el hombre fuera hijo de Dios”. Por eso, al descendimiento de Dios corresponde la elevación del hombre. Misterio grande que no debe pasarnos desapercibido. De ahí las palabras del Apóstol, que reza: Para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama y cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos.
El misterio de la Navidad no se llega a entender plenamente si se olvida que Dios se ha hecho hombre para salvarnos del pecado y para elevarnos a la vida sobrenatural. Cuando en el prólogo del Evangelio de san Juan se nos dice que a cuantos la recibieron (la Palabra), les da poder para ser hijos de Dios, se está señalando la entraña del cristianismo. Ser cristiano es ser hijo de Dios. Es decir, participar de la misma vida de Cristo. Esa vida que tenía la Palabra junto a Dios pero que ahora, a través de su humanidad asumida, nos comunica a todos nosotros. El misterio de la Encarnación muestra el amor de Dios, pero el hecho de que inmerecidamente nos eleve a la condición de hijos suyos manifiesta aún más la liberalidad de su amor.
Las lecturas de este domingo nos invitan a elevar nuestra alma hacia Dios y contemplar ese misterio de amor. El que es vida en sí mismo, todopoderoso y perfecto, el que lo tiene todo a su alcance, no se conforma con darnos algunas cosas sino que nos comunica lo más grande: su propia vida. Y, además, como si esto no fuera suficiente, nos la hace llegar a través de su Hijo.