Is 49, 3,5-6; Sal 39; 1Co 1,1-3; Ju 1,29-34

La salvación de nuestro Dios no solo nos alcanza a nosotros, sino que llega hasta el confín de la tierra. ¿Cómo? Con quien cumple con todo cuidado su voluntad; quien se deja en sus manos. Desde el vientre nos formó para que reuniéramos a los supervivientes de Israel y llenáramos la tierra entera. ¿Es que era yo importante, es que lo somos nosotros? No, pero esperábamos con ansia al Señor, y este se ha allegado a nosotros. No éramos nada, pero le gritábamos a él, y él se inclino a nosotros. Nos abrió el oído para que dijéramos: aquí estoy. Y aquí estamos, Señor, para hacer tu voluntad. Queremos, Señor, que sea así, y llevamos en nuestras entrañas la ley de amor que tú has puesto en ellas. Por eso, con tu gracia, proclamamos tu salvación. Apóstoles de Cristo. Porque él nos enseñó el camino, camino de salvación, y a él seguimos cuando cumplimos la voluntad que, dándosenos en nuestra entera libertad, nos arrastra con suave suasión, haciéndose con nosotros.

La gracia y la paz de parte de Dios están con nosotros. Dios que, nos enseña Jesús, es nuestro Padre. Pero una gracia y una paz que son también y a la vez de quien proclamamos nuestro Señor Jesucristo. En igualdad. Sin disminución de categoría. Sin subordinación. Y nosotros, como Pablo, somos también apóstoles; llamados a serlo por voluntad de quien nos ofrenda su camino de gracia y de paz. ¿Cómo?, ¿nosotros? Pero ¿no estaba reservado el serlo a ellos y a los que ellos manifestaron como sucesores? Sí, claro, pero Pablo nos invita a consagrarnos en lo que es el envío de Cristo Jesús. Sus santos, como él nos llama, los que invocamos su nombre. Y nosotros, ¿cómo lo somos? Invocando su nombre en todo momento de nuestra vida, de nuestras pequeñas circunstancias, a quienes nos rodean, estando con nosotros. Transmitiéndoles a ellos, en el mundo entero, lo que nosotros vivimos. Anunciando a troche y moche, acá y allá, siempre, quizá sólo con actos simples y palabras silenciosas, la buena noticia de que tenemos un Salvador. De que la gracia y la paz de nuestro Señor vienen ya a nuestra vida, aposentándose en ella y ofreciéndonos la plenitud de lo que somos. Apóstoles del Señor, aunque pequeños, mínimos, apenas si como una mancha de aceite que se extiende. Apóstoles, pues, de la gotita de aceite. Apenas nada, pero tan importante. Por eso, también, aunque nada en definitiva pende de nosotros, esto, solo es del Señor, todo depende de nosotros, de nuestras pequeñas palabras y acciones.

La figura de Juan nos enseña anunciándonos a quien era mayor que él y venía tras él. Nos señala quién es el Cordero de Dios en el que se cumplen las viejas expectativas. Nos anuncia que ha contemplado al Espíritu que bajaba del cielo para posarse sobre Jesús, y que nosotros seremos bautizados con agua en un bautismo del mismo Espíritu. Él lo ha visto y da testimonio de que quien se le acerca, Jesús, es el Hijo de Dios. La figura de Juan nos enseña a ser apóstoles, anunciadores de lo que hemos contemplado, de lo que hemos sentido en nuestras carnes, del seguimiento en el que hemos embarcado nuestra vida. Él nos señala dónde está la plenitud de nuestra vida. Es verdad que, demasiadas veces, el aguijón, como a Pablo, hiere nuestra ser, pero él, Jesucristo, es el Cordero que quita nuestro pecado y el del mundo entero.