He enterrado a muchas personas. Me he encontrado innumerables veces ante familiares que lloraban por su ser querido. He visto madres que habían perdido a sus hijos, de todas las edades, jóvenes que lamentaban el fallecimiento de un compañero, hijos que se dolían por la pérdida de sus hermanos. Siempre, ante ellos, he experimentado una impotencia grande: ¿Qué palabras podía decir que sirvieran para consolarlos, aunque sólo fuera un poco? Pocas veces he tenido la satisfacción de pensar que las había encontrado.

Hoy, al leer el evangelio, me encuentro con el Señor, que ante una viuda que había perdido a su hijo único, es movido por una lástima divina y le dice con total serenidad: “No llores”. Lo dice antes de realizar cualquier milagro. ¿Qué debió sentir aquella mujer ante estas palabras? ¿Cómo debió mirarla Cristo en el momento de pronunciarlas? Sólo pensar en ello puede llenar muchas horas de meditación y llevarnos a confrontar los sentimientos de nuestro corazón con los del Señor.

Sólo puede decir no llores, con tanta potencia consoladora, quien tiene un amor infinito. Así fue Jesús ante ese mujer, comprendiendo todo su dolor y sin negarle nada (lo había perdido todo y no había palabras que pudieran consolarla). Pero Jesús con su “¡No llores!” lleva a aquella mujer a mirar más allá. A descubrir la luz detrás de los luctuosos acontecimientos. Cristo habla con la autoridad de Dios y pone en cada una de sus palabras todo el afecto de su corazón.

Y Jesús, conmovido, resucita a aquel muchacho que ya llevan a enterrar. Habla con la misma autoridad: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!”. Y lo devuelve a la vida. Así vemos hasta dónde llega la compasión de Cristo, su amor gratuito por el hombre, dándonos todo lo que necesitamos y restañando las heridas de nuestro corazón.

Ojalá siempre en todos los acontecimientos dolorosos de nuestra vida pudiéramos encontrarnos con la mirada de Cristo y escuchar su palabra llena de misericordia y autoridad. Ojalá descubriéramos que todas nuestras dificultades ante el Señor se vuelven pequeñas. Ojalá comprendiéramos que el siempre está compartiendo nuestro sufrimiento y que no es ajeno a ninguno de los males que aquejan a nuestro corazón.

Quizás alguno piense que Jesús no acude cada día a resucitar a nuestros familiares o amigos difuntos. Pero no se trata de eso, sino de encontrarse con ÉL y de descubrir ante Él que todo el misterio de nuestra vida pasa por su persona; que en Él se encuentran las respuestas a nuestras inquietudes más profundas. Ojalá en nuestro trato asiduo con el Señor encontráramos las palabras adecuadas para consolar a todos los que se cruzan en nuestro camino y llegan agobiados por el dolor. Ojalá pudiéramos comprender que en Cristo podemos esperarlo todo, porque el es Dios que ha asumido nuestra humanidad para caminar junto a nosotros.

Que la Virgen María nos alcance de su Hijo la misericordia y nos eduque para que nosotros también seamos misericordiosos.