Neh 2,1-6; Sal 136; Lc 9,57-62
Te seguiré a donde vayas. Bien, sí, claro, de acuerdo, pero ¿sabes lo que dices?, ¿te das cuenta de lo que significa?, ¿eres consciente de la radicalidad de ese seguimiento? El Señor nos lo advierte. El Hijo del hombre, como se denomina a sí mismo, sabiendo muy bien que hijo se escribe con mayúscula, el unigénito de toda creatura, no tiene madriguera como las zorras, o nido como los pájaros,. ¿Y dices que quieres seguirme?
¿Nos damos cuenta de a quien decimos seguir, que buscamos seguir, tenemos voluntad decidida de seguirle, y no por unos breves momentos, sino para siempre? Él, nos dice, no tiene donde reclinar su cabeza, ¿es que nosotros sí lo tendremos, almohada mullida, edredón de plumas de ganso? Son palabras que te dejan, y me dejan, sofocado, pues cuando te dijo sígueme y tú le pediste tiempo para enterrar a tu padre, para arreglar las cosas de esa obligación tan elemental y sagrada, Jesús te espeta unas palabras que suenan a dureza infinita, inmisericorde: Deja a los muertos que entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios. El decirle tras su llamamiento, sí, te sigo, comprende exigencias asombrosas que trastocan toda tu vida, cambian las prioridades, aun las más sagradas, las que nunca pensaste que quedarían en segundo plano, las que hasta los mandamientos exigían. Todo va a ser nuevo ahora. Todo distinto. Tú vete a anunciar el reino de Dios. Ahí está la clave, pues el reino de Dios, en tu seguimiento a Jesús, te lo exige todo. Nada, ningún resquicio quedará fuera de esa consideración tan exigente: el reino de Dios. Porque al seguirle, nos hacemos también nosotros miembros de ese reino, y dedicaremos la vida, según las circunstancias personales de esa llamada, al reinado de Dios. Solo vale para el reino de Dios quien tiene su mirada fija en lo que viene, en el futuro que ya llega, no vale para manejar el arado quien mira para atrás.
Menuda. Las palabras de Jesús te dejan anonadado. A mí también. Lo suyo es un para siempre y un en todo. Ya no tendremos tiempo para nosotros. Como tampoco Jesús lo tuvo. Solo las noches en las que se alejaba de sus discípulos para hablar en oración con su Padre en el sosiego del silencio. Solo tendremos tiempo para que el Espíritu de Jesús nos llene y se haga por entero con nosotros. Ya no podremos olvidarnos de él. Estaremos con él, tras él, todo nuestro tiempo, y si llega el momento en que no nos acordamos de él, que se me pegue la lengua al paladar, como reza el salmo. Nos pondremos a su servicio, seremos sus servidores. Como María, podremos poner ante Dios la humildad de su esclavo, de su esclava. ¿Será esto dejación de nosotros mismos o, por el contrario, entraremos así en la propia plenitud de nuestro ser?
Porque Jesús ejerce sobre nosotros una suave suasión. Sígueme, y nosotros le seguimos. Suasión de enamoramiento, no de pérdida de nuestra libertad. Nunca hemos sido tan libres como cuando atendemos la llamada de Jesús. Nuestra carne, así, alcanza su plenitud. Llamada personal, individualizada en tu persona con una mirada suya que contempla tu rostro, que te da todo en esa mirada. Mirada de inmenso cariño que despierta en ti el seguimiento de por vida. ¿Dificultades? Las habrá, claro. Infinitas. Pero esa mirada de corazón a corazón, aun en la fragilidad de tu vasija de barro, plenificará tu vida porque encerrará un inmenso tesoro.
Y tú, sígueme