Jue 13,2-7.24-25a; Sal 70; Lc 1.5-25
Tal como iban las cosas de la creación, y debido a que nosotros queríamos ser como dioses, para lo que nos alejamos del Dios que nos había dado ser, en eso consiste el pecado, cabían dos caminos: desechar nuestra creación, exterminándonos, para hacer una nueva en la que no hubiera carne de libertad, o inventar un procedimiento nuevo. Lo primero encontró siempre intercesores como Moisés que rogaron al Señor que no se desdijera de lo que en el comienzo había dicho, sumiéndose en un terrible fracaso. Los profetas, enviados por su Espíritu, siempre tuvieron la esperanza de que, finalmente, habría un tiempo de misericordia, en el que cupiera la posibilidad de hacer que el pecado no ganara la partida, logrando que viviéramos en lo profundo nuestro ser a imagen y semejanza de Dios, porque cuando Dios creó el mundo no lo hizo para luego descrearlo y exterminar la libertad del seréis como dioses en una posible nueva creación. La creación, la primera, la única, apuntaba algo esencialmente novedoso: un cielo nuevo y una tierra nueva; pero en un mundo preñado de carne de Dios. Para ello hubo una larga preparación. Por eso el Señor se escogió un pueblo en el que se iba a dar esa rigurosa novedad, algo que parecería imposible, pero que por su mano poderosa se convirtió en una imposible-posibilidad. Porque concebirás y darás a luz un hijo. Será de la descendencia de David, mi amado. Habrá una historia. Habrá una palabra. Palabra hablada y escrita. Y ahí se nos anunciará lo que hubiera parecido mera imposibilidad; pero esta imposibilidad se va haciendo posible en el plan asombroso del Señor. Os nacerá un hijo que se alzará como signo para los pueblos. ¿Cuál será ese signo, Señor? Os nacerá un niño, el deseado. Mirad que ha sido posible lo que parecía imposible; lo cantado por los profetas se cumple. Habéis tenido signos de ese nacimiento, pues la misericordia del Señor ha mostrado su poder y allí donde no había nacimiento, pues era cosa imposible, lo ha habido, se ha hecho posible. No perdáis la esperanza. Al menos el resto de Israel, los fieles del Señor, los que esperan contra toda esperanza, pues viven su vida siendo los-esclavos-del-Señor. Aquellos que han cantado con el salmo que Dios fue desde siempre y para siempre su esperanza, que confiaban en él desde su juventud, pues ya en el vientre materno se apoyaban en él, y él les sostenía cuando estaban aún en el seno.
Nos acercamos ya al momento en el que la historia comienza a culminar. Todo nos lo anunciaba: se nos dará un hijo. Bah, eso acontece todos los días, puede que te digas, y no hace falta hacer tanto aspaviento. No, no, a lo más eso significa que todo nacimiento, todo niño, toda niña recién nacida, e incluso antes de que nazca, desde el mismo momento de su concepción, ya participa en la vida de ese que nos va a nacer en la esperanza; de que cuando vemos a un niño, lo estamos viendo a él; ¿recordáis aquello del vaso de agua?, era a mí a quien me lo dabais, por más que no lo supierais.
Mirad que ya viene. Todos los signos nos lo muestran. Aviva en nosotros, Señor, el deseo de salir a su encuentro. ¿Al encuentro de quién? De Cristo ya cercano. Porque el Hijo viene a nosotros en carne, en nuestra carne. Mirad que ya llega, quien es el Hijo de Dios.