1Jn 1,5-2,2; Sal 123; My 2.13-18

Algunos, muchos, estaban con un gran deseo, el de saber dónde había nacido quien era el Hijo para cargárselo, y como no pudo saber quién era y dónde estaba, mandó degollar a todos los menores de dos años. La tiniebla, pues, la pone Herodes. Esto acontecerá a lo largo de la vida de Jesús. Serán las tinieblas las que irán a por él, hasta conseguir que este niño, al que estos días estamos conociendo con tanto alborozo, termine sus días clavado en la cruz. Bueno, podemos pensar para quedarnos tranquilos, fueron las tinieblas, obscuridades sin sujeto, ¿qué tuve yo que ver con el asunto? Pues no, en cada ocasión hubo una persona, poderosa a su manera, como era este reyezuelo, pero otras fue una persona bien particular, como el humilde soldado que le clavó la corona de espinas en mitad del sarcasmo de los otros soldado, humildes como él.

Y tú y yo, ¿dónde estaremos en esta historia de gracia?, ¿cómo nos posicionaremos en el Misterio de encarnación? ¿Vivimos en las tinieblas? Porque, de ser así, es una mentira soez decir que estamos unidos a él. Hemos pecado, como tantos y tantos que tienen que ver con la historia de Jesús, o como tantas y tantas veces en las que negamos el vaso de agua, que al mismo Jesús rechazábamos, como nos enteraremos entre pasmos, pero ¿cómo?, ¿eras tú?, ¡si llego a saberlo!, aunque Herodes sabía muy bien a quien buscaba, mas por la gracia del Padre que conduce las cosas a su manera, no tuvo la habilidad de encontrarle.

Deseo de Dios, hemos ido viendo estos días. Deseo que nos acercaba a ver la zarza ardiente, que nos llevó hasta el pesebre, donde contemplamos el resplandor transfigurado de quien carne de Dios, concebida en María y que ella, Madre amorosa, cuida con la ternura de sus manos, de sus pechos, de sus miradas, de su rumiar. Pero el deseo puede alcanzar muchos contornos, dejándose llevar a las tinieblas del abandono y del pecado. ¿Puede, solo? Respóndase cada uno, y mire el centro de su corazón, ¿puede, solo? Juan nos lo planta delante de los ojos: si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. No, los malos son ellos, los otros, Herodes y esos desalmados, tan numerosos, que acechan la vida y la muerte de Jesús. Pero ¿yo?, yo no. ¿Seré capaz, Señor, de no ver la obscuridad de mi corazón, de dejarme llevar del contento de la noche del belén, del deseo que apercibí en mi corazón, pero que solo tú puedes llenar hasta su plenitud, y no ver lo que en mí hay de sepulcro blanqueado, diciendo que no he pecado, pues el pecado no es cosa mía, sino solo de los otros, de ellos? Juan en su carta es perspicaz, tiene ojo de águila. Si decimos que no hemos pecado hacemos mentiroso al mismo Dios. Pues su palabra habla de nuestro pecado. Y, si miramos con detención lo que somos, si miro con atención lo que soy, descubro en mí lo que ya sé: el pecado. Descubriré en mí la profundidad de las tinieblas. ¿Cómo me libraré de ellas? Lleno de ternura el viejo Juan nos llama hijitos, diciéndonos que nos escribe para que no pequemos. Y, si peco, tengo a uno que aboga ante el Padre por mí, Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados.

Llama la atención cómo las palabras de Juan tienen extrema sintonía con las de Pablo.