2Sam 18,9-10.14b.24-25a.30-19,3; Sal 85; Mc 5,21-43

Es este uno de los momentos más emocionantes y tiernos de todo el AT. El llanto de David ante la muerte de su hijo, el traidor, y que buscaba matarle. Muestra un corazón lleno de misericordia. Esta ternura misericordiosa ante la muerte ominosa de su hijo Absalón nos muestra la autoridad de su palabra y de sus hechos. Todo el ejército, vencedor, entra en la ciudad a escondidas, como se esconden los soldados abochornados cuando han huido del combate. Es el fruto de la angustia del padre cuando el hijo pródigo no se arrepiente, sino que busca llevar a su sangrante final: seré como dios, y muere torticeramente en el empeño. La piedad de David ante su hijo muerto, hijo en rebelión y que busca su muerte, nos muestra la piedad de Dios. Su ternura y devoción por su hijo, que se comporta contra su padre como un osado malvado, se hacen imagen y analogía de la ternura de Dios con nosotros, pecadores que lo abandonamos, aun siendo hijos de carne a su imagen y semejanza. También nosotros nos rebelamos contra él y quisimos ocupar su puesto: siempre el seréis como dioses. Mas, de igual manera, la autoridad del Señor se nos muestra en su perdón, en su ternura que nos circunvala siempre. Su perdón, su correr a nosotros como el padre del hijo pródigo, nos hace contemplar la autoridad de misericordia con la que nos abraza. Le preguntaban a Jesús, ¿con qué autoridad hablas? Con la autoridad del Padre.

Por eso, precisamente por eso, podemos gritar con el salmo que nos escuche en nuestra súplica, porque no soy sino un pobre desamparado: tu eres mi Dios, piedad de mí, Señor Jesús, tú que actúas con la autoridad tierna y misericordiosa del Padre.

Autoridad de Jesús, de su palabra y de sus hechos, pues su palabra no es vacía, sino sanadora. Tantos y tantos se acercan a él, sin saber muy bien quién es, pero poco les importa, pues saben que ha de mirarles con misericordia, y esta procede solo de la autoridad del mismo Dios. Luego, quizá, llegará el momento en que sepan quién es y de qué modo esa autoridad del Padre es también suya, pues él es el Hijo, como proclamará a grandes voces el centurión a la vista de Jesús muerto en la cruz. Y Marcos nos muestra muy bien la autoridad sanadora y tierna de Jesús hasta en la manera que tiene de contarnos sus pasos. Las historias se mezclan y, más aún, como hoy, se entretejen. La de Jairo, el jefe de la sinagoga, que ruega por su niña que está en las últimas, se imbrica con la de esa mujer que sufría flujos de sangre desde hacía doce años. Marcos nos quiere hacer ver el borbotón inexhaurible de la palabra y de los hechos de Jesús, siempre salvadores, contándonos ambas historias con un juego como de muñecas rusas.

¿Quién me ha tocado? Pregunta absurda, pues todos se apretujan en torno a él cundo acompaña a Jairo a ver a su niña muerta. Nota que sale de él una fuerza curadora. Hija, tu fe te ha curado. Es él quien tiene palabra de autoridad, y esta es tal que nos puede decir: tu fe te ha curado. Contigo hablo, niña, levántate. Su palabra tiene la autoridad misericordiosa de Dios. Tan grande que puede decirnos: Tu fe te ha curado. La completud de su misericordia viene apegada a la plenitud de nuestra fe en él.