En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto”. También ahora la Iglesia, movida por el Espíritu, nos invita a nosotros a adentrarnos en el tiempo cuaresmal. Unidos al tiempo de la Iglesia no lo hacemos movidos por un deseo personal de probar nuestras fuerzas o de experimentar de qué somos capaces. Somos introducidos en la Cuaresma para que se realice en nosotros el designio de Dios. Las palabras con las que, según el evangelio de Marcos, inicia Jesús su predicación, nos da la clave: “Se ha cumplido el plazo”. El Reino de Dios ya se encuentra operante en la persona de Jesucristo y nosotros participamos de su dinámica. Por eso no vivimos la Cuaresma como una forma de probar nuestra resistencia ni el alcance de nuestras fuerzas, sino como un momento de gracia: Dios obra cosas grandes en nosotros. El término desierto evoca también en nosotros el silencio interior en el que poder escuchar al Señor. Silencio que a veces tememos porque puede propiciar el combate. En el desierto se nos hacen presentes nuestras limitaciones y experimentamos lo que dice el evangelio de Jesús, que se quedó allí “dejándose tentar”.

Jesucristo ha vencido al tentador en el desierto. Al entrar con la Iglesia en este tiempo cuaresmal nos sabemos vencedores con Jesucristo. De ahí la importancia de intensificar nuestra oración junto con todo el pueblo de Dios. Jesús entró sólo en el desierto, pero Israel lo hizo como pueblo conducido por Dios. En muchos sitios durante este tiempo los fieles se reúnen para rezar juntos alguna hora litúrgica o participar en el Via Crucis u otras devociones. Es una manera plasmar esa unión con la Iglesia y de vivir la Cuaresma con ella.

Señala san Agustín que le fueron ofrecidas cosas dulces, no crueles: “en el pan, la concupiscencia de la carne; en la promesa de reinos, la ambición mundana, y en la curiosidad de la prueba, la concupiscencia de los ojos”. Pero el Señor venció al Tentador y no se separó del plan de salvación que estaba establecido. Desde ahí entendemos la invitación a la privación de bienes y de gustos a que nos invita la Iglesia. Tiene un sentido positivo de adhesión al Señor porque, arrastrados por todas esas cosas del mundo, podemos olvidar que hemos sido creados para Dios y sólo en Él alcanzamos la plena felicidad que deseamos.

Las lecturas, a su vez, nos muestran como el combate Cuaresmal se da dentro de una historia de salvación. Nos ayudan a contemplarlo desde su misericordia. San Pedro nos habla de la paciencia de Dios. Esta no consiste sólo en que Dios retenga su justicia en espera de la conversión del hombre, sino que se manifiesta sobre todo en Jesucristo quien “murió por los pecados una vez para siempre: el inocente por los culpables, para conducirnos a Dios”. Por grandes que sean las dificultades o por mucho que se agudice en nosotros la conciencia de culpa no podemos olvidar este hecho: Jesús ha muerto por mí. San Pedro nos recuerda que el bautismo nos ha dado una nueva vida y nos invita a mirarnos desde Jesucristo, sentado a la derecha de Dios. Desde Él entendemos la Cuaresma como una gracia en la que se reafirma ese don de vida nueva que nos ha sido regalado.