A pocos días de la Navidad leemos en el Evangelio la Genealogía de Cristo. Resulta llamativo cómo en estas fiestas se agudiza en todos nosotros el sentimiento de familia, de pertenencia. Hay personas que dicen que para ellos son días tristes, porque recuerdan a sus antepasados. Precisamente la genealogía nos coloca ante el hecho de que Cristo, que se vincula a toda la historia de la humanidad, viene a formar una nueva familia, la de los hijos de Dios. Y lo hace uniendo la condición que tiene desde toda la eternidad, su naturaleza divina, a nuestra realidad humana.
El otro día hablé a algunos alumnos de san Joaquín y santa Ana, y en seguida sus caras se iluminaron de alegría al conocer que Jesús tenía abuelos. Nunca lo habían pensado. Pero la realidad de la familia despierta en nosotros una alegría natural. Al leer hoy la genealogía de Jesús se nos descubre también como Cristo viene a redimir a todos los hombres. San Mateo la inicia con Abraham, con quien empieza su existencia el pueblo de Israel, y finaliza en san José, que aunque no es el padre biológico de Jesús, sin embargo es quien le transmite la promesa davídica. San Ruperto de Deutz se fija en un hecho. A Abraham se le promete un hijo, con David, sabemos que este será rey, y a san José se le anuncia que es el Hijo de Dios. Y no deja de señalar que los tres Reyes magos, con sus ofrendas, hacen referencia a esta triple condición de Cristo. La promesa que se ha ido haciendo al pueblo de Israel tiene un carácter creciente. Se va explicitando cómo va a ser el Mesías. No sólo se mantiene en la historia el anuncio, sino que cada vez es más claro.
Pero Cristo se inserta en nuestra historia para poder introducirnos en su vida. Si ya es difícil rastrear la genealogía de los hombres, mucho más difícil es intentar penetrar en el designio eterno de Dios. Sin embargo, en la misma genealogía se nos muestra como en la historia todo está ordenado. En la antífona del aleluya rezamos: “Sabiduría del Altísimo, que lo ordenas todo con firmeza y suavidad, ven y muéstranos el camino de la prudencia”. Se expresa muy bien el contenido del evangelio de hoy. Dio ha ido ordenando todo suavemente, pero nada ha escapado a su control. Ha ido conduciendo las acciones de los hombres, siempre libres aunque bajo el pecado, para que en un momento determinado apareciera Cristo. Ninguna vicisitud humana ha impedido el misterio de la Encarnación. Y aunque una mirada humana viera, muchas veces, sólo el desastre (como puede ser la cautividad de Babilonia), detrás se escondía y se iba realizando el plan de Dios.
Pero en esa antífona se incluye también una petición, que es la de que nosotros podamos entrar en el camino de Cristo, en el plan de Dios. Que podamos incorporarnos al paso de Jesús que viene a unir su vida con la nuestra. Por eso pedimos que nos muestre el camino de la prudencia. La prudencia es la virtud que ordena todos los actos de nuestra vida a un fin. La prudencia aquí apunta a poder ver y caminar según la voluntad del corazón del Señor.
Pidamos a la Virgen María, que estuvo al inicio del camino de su Hijo que nos enseñe a esperarlo, a reconocerlo y a acogerlo.