Dios establece con su pueblo un pacto. Es lo que llamamos la Alianza. La Alianza conoce varios momentos en el Antiguo Testamento. Así tenemos la que Dios establece con Noé después del diluvio, cuando le dice que no volverá a castigar a la humanidad con un diluvio universal. Otra es la que leemos hoy en la primera lectura. Dios le dice a Abrahán “seré tu Dios y el de tus descendientes futuros”. En ese pacto, que nace como todos de la iniciativa divina, se le promete también al antiguo patriarca una tierra en posesión. La Alianza conoce otros hitos, como es la entrega de los diez mandamientos en el monte Sinaí. Entonces, a través de Moisés, Dios le dice a Israel: “vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”.
Dios siempre ha sido fiel a su Alianza. Sucede que los hombres con frecuencia hemos incumplido nuestra parte del pacto. En el Antiguo Testamento se nos narran las infidelidades de Israel en repetidas ocasiones. Cuando no se dudaba de las promesas de Dios, se caía directamente en la idolatría. Sin embargo, el Señor no revoca nunca su palabra, como rezamos en el salmo de hoy “El Señor se acuerda de su alianza eternamente”. La Alianza, por el contrario, como hemos visto, se va clarificando y concretando. Pero la Antigua había de dar paso a la nueva. Está será además la definitiva, y se sellará con la sangre de Cristo. Por eso en la celebración de la Misa, en el momento de la consagración recordamos aquellas palabras de Cristo referentes a la “nueva y eterna Alianza”. Si bien todos los pactos anteriores se fundaban en la generosidad de Dios, en la nueva Alianza esto se hace especialmente visible. Porque no sólo es Dios quien toma la iniciativa de pactar con nosotros, ofreciéndonos una promesa, sino que ratifica él mismo esa Alianza mediante el sacrificio de su Hijo único. Jesús, en el Evangelio de hoy, nos recuerda como todas las alianzas anteriores apuntaban a la que Él iba a realizar. Así se refiere a su preexistencia antes de Abrahán, enseñándonos también a leer todo el Antiguo Testamento como una prefiguración de su vida.
A pocos días de iniciar la Semana Santa estas consideraciones nos colocan ante la inmensidad de la misericordia divina. Es Dios, por su amor, quien sale a salvar al hombre. Nosotros no podemos darle nada a cambio. Sólo estamos en situación de recibir con agradecimiento y aún así, no pocas veces, nos cuesta hacerlo. En el Evangelio Jesús nos dice lo que hemos de hacer para beneficiarnos de esa Alianza, de los bienes que nos da con ella: “quien guarda mi palabra no sabrá lo que es morir para siempre”. Se trata, por tanto, de guardar la palabra de Cristo.
El verbo guardar tiene muchos matices. Por una parte hace referencia a custodiar en nuestro interior todo lo que nos ha dicho Cristo, para que no se pierda nada. Por otra el significado apunta a algo semejante a “cumplir”, como cuando hablamos de “guardar la palabra dada” en el sentido de realizar lo que hemos dicho haríamos.
Pidamos, por tanto, estar atentos estos días para acompañar al Señor de cerca, embebiéndonos de sus palabras, contemplando sus gestos, introduciéndonos en sus sentimientos… así comprenderemos mejor su amor por nosotros y los bienes que nos ofrece con la entrega de su vida.