Is 52,13-53,12; Sal 30; Heb 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1-19,42
En la tan austera como bellísima liturgia de hoy, todo se centra en la mirada. Mirad el árbol de la cruz; mirad a quien está colgado del madero, Jesús, el Cristo, nuestro Señor. Le miraremos por el extraño destino que cae obre él, siendo el Hijo, Misterio de la encarnación. ¿Le habrá abandonado a quien él llama siempre con tanto amor su Padre? Eso piensan aquellos por los que murió, los que ayudamos a que, como serpiente venenosa, estuviera clavado en la estaca, para atraer nuestra mirada y, en ella, obtengamos la salvación para nosotros, porque, ahí, así, con su muerte en cruz nos redime de nuestros pecados, aunque seamos culpables, porque somos culpables ante Dios. El inocente es sacrificado como cordero para la matanza. Ocupa nuestro lugar con su sangre derramada. Sangre y agua salieron de su costado muerto. Misterio tremendo el de la cruz. ¿Nos atreveremos a mirarle? Nuestra mirada recorrerá su cuerpo lacerado. Fruto de la injusticia, pues muere por mí y por ti, por nosotros y por los muchos. El por nosotros se convierte en para nosotros, como el agua de las bodas de Caná se convirtió en vino. Mirándole a él ahí elevado en el monte Calvario, fuera de los muros de la ciudad, porque expulsado de la comunidad de la vieja Alianza, entendemos quiénes somos nosotros. Mirándole a él, se nos hace don la imagen y semejanza con la que fuimos creados al comienzo. El pecado y la muerte nos habían vencido cuando nos dejamos engañar por la serpiente desde ese mismo comienzo, y tantas veces luego. Mas ahora, en esa mirada con la que le miramos, descubrimos el Misterio de gracia que se nos dona en su muerte en cruz. La de hoy es una pura mirada de descubrimiento, que se hará Misterio de efectividad la noche de Pascua y el día de Pentecostés. Hoy, en esta austera celebración, se nos hace patente quién es él, y de la misma, quiénes somos nosotros. No es para nosotros un día de castigo, antes al contrario, un maravilloso día de gracia, en la que la gloria de Dios se hace patente clavada en el madero. Mirada que queda hoy triste y expectante. Con una tristeza serena, pues vemos cómo él se deja llevar, se deja hacer, se deja escupir, se deja caminar aplastado por el peso del madero, se deja clavar, se deja morir, no sin antes señalarnos: Ahí tienes a tu madre. Espectáculo, como lo llama Lucas; espectáculo asombroso que contemplamos con nuestra mirada. En ella, de pronto, aunque de lejos, por más que sea en la vergüenza de la distancia, pues no nos atrevemos a acercarnos a la cruz donde reposa sufriente nuestro amor, al comprender quién es él, sabemos de la plenitud que, en él, con él y por él, se nos dona en esa muerte, en ese sacrificio en el que su sangre se derrama sobre nosotros, no como una maldición que cae sobre nosotros y nos aplasta, sino como un don amoroso que nos abre las puertas de lo que puede ser nuestro ser en plenitud, nuestro ser de amorosidad. Es verdad que, para comprenderlo, para vivir ese don, debemos pasar todavía por el terrible Sábado Santo, día en el que parece que todo este mirar desaparece por la negrura de la tumba; se dispersa en la negrura de la pura obscuridad.
Está cumplido, dijo, e inclinando la cabeza, entregó su espíritu. Lo entregó a su Padre Dios y a nosotros, para que nos llenemos con esa mirada.