Ex 40,16-21.34-38; Sal 83; Mt 13,47-53

Primero, la pobreza de la tienda del encuentro, luego, la riqueza del templo. Todo en la vida de los israelitas giraba en torno a esa Gloria. El pueblo había sido elegido como partícipe de la Alianza, para que todo en él girara alrededor de esa Gloria. Un pueblo santo, porque su Dios es santo. No un pequeño Dios de su pequeño pueblo, sino el Dios de cielos y tierra, el único Dios. Pasma la pretensión de certeza de que ese su Dios es Dios, el Único. ¿Cómo la realidad de esta elección?, ¿será, acaso, una pura alucinación tanto del Dios de ese pueblo como del pueblo de ese Dios?, ¿hacer de ese minúsculo pueblo, ligado, además, a una tierra escogida como la suya en el lado oriental de mar Mediterráneo, donde se construye en el monte, lugar sagrado, para que se asiente en ella la Gloria? El salmista, y nosotros con él, ante tal estupefacción, podía cantar cómo su alma se consume y anhela los atrios del Señor en su templo. Tanta es su alegría que su corazón y su carne retozan por el Dios vivo. Es como un gorrión que ha encontrado su casa en sus altares. Legiones de israelitas cantarán su esperanza en los atrios del monte santo en Jerusalén, en espera de la llegada del Mesías, como el viejo Simeón y la vieja Ana.

Pero, ahora, ya lo sabemos, el velo se rasgó, mostrando el vacío de lo que ocultaba. Todo lo acontecido hasta ahora es para que volviéramos los ojos hacia el Mesías adviniente. Jesús, pero, como se preguntan tantos, ¿de Nazaret puede venir algo interesante, alguien que nos aporta la salvación de parte de Dios? Es verdad que, lo vemos en el evangelio de hoy, es muy hábil en imágenes, metáforas y parábolas que nos hacen pensar que el reino de los cielos está a nuestra puerta. Bien, pero ¿cuál es ese reino? ¿No hubiera bastado con regenerar el judaísmo con varias expulsiones de malvados que se habían hecho con el templo, convirtiéndolo, quizá, en un negociete de amigos y parientes? ¿A quién esperaban Simeón y Ana, y con ellos tantos pobres de Yahvé? Al Mesías. Pero ¿no lo tenían delante? No en Jesús, ¿quién es ese?, ¿de dónde viene?, ¿con qué autoridad habla?, sino en el mismo resplandor del pueblo de la Alianza, elegido por su Dios, Yahvé, que espera la vuelta de Elías al final de los tiempos. Pretensión inaudita la de aquellos viejecitos esperantes desde su niñez, que ahora, entre los vapores de la senectud, creen ver al Mesías en aquel rollito de carne que María y José presentan en el templo. ¿Qué está pasando? ¿No apuntaban la ley y los profetas a ese momento en que el Mesías se presentaba en el templo, lugar suyo por demás? Por eso es tan esencial que escudriñemos, como lo hacian aquellos ancianos, aquellos pobres de la Alianza, buscando las líneas del cumplimiento. Las Escrituras marcan líneas de futuro y ahora ese futuro se está haciendo realidad ante sus ojos, ante los nuestros. Un cumplimiento de las Escrituras cuyo gradiente señala el momento en que el velo se rasgará. Ya no será necesario ocultar el resplandor del rostro de los antiguos mediadores. Ahora, nuestra mirada converge al hombre perfecto cuyas carnes traspasadas se nos muestran en el lugar de la rasgadura, revelándonos el rostro mismo del Padre, a quien, ahora, podemos mirar cara a cara, sin que desaparezca la distancia infinita entre él y nosotros.