Lv 23,1.4-11.15-16, 27.34b-37; Sal 80; Mt 13,54-58

Les faltaba fe a las gentes de su tierra, de su ciudad, por eso Jesús no hizo allí ningún milagro. ¿Cómo de allí mismo podía salir uno de entre los suyos que hablara con tal sabiduría y realizara tales milagros? No podía ser. Curioso, porque hubiera podido darse en ellos un hervor de alegría diciéndose que el Señor ha visitado a su ciudad, señalando a uno de los suyos. Pero no, parece que eso es motivo de tristeza y de resquemor. ¿No es el hijo del carpintero? ¿De dónde saca todo esto? Y desconfiaban de él. Les faltaba la alegría de la fe. No querían saber nada de la humildad de la fe, que todo lo pone en las manos del Señor.

Nos tenemos que preguntar si no nos acontece muchas veces este enroque en la tristeza cuando decimos: imposible, no me puedo fiar, es un engaño. Lo conozco y me conozco demasiado bien y desde hace tanto tiempo, que no puedo sino hacerle ascos. ¿Cómo me habría de fiar pensado que en él se da esa sabiduría que lleva al milagro? No, es demasiado igual a nosotros. Lo conocemos, nada se nos oculta de él. ¿Cómo me habría de alegrar de eso que sé falso, pues le conozco desollado?

Curioso, con actitudes así nos escondemos a la alegría del encuentro. A la alegría de ir viendo cómo, conforme le vamos conociendo más y más, nos encontramos con quien nos hace visible a Dios, su Padre. Quien era invisible, pues está en una lejanía inalcanzable, se nos comienza a hacer visible en la sabiduría y en los milagros de Jesús al que encontramos por el camino. Es verdad que ese encuentro alegra infinitamente nuestro corazón, nos hace brincar de alegría, pero nos desconcierta, porque aún nos falta fe. Quizá la fe sea algo que nos adviene de pronto, cuando rumiamos en las cercanías de aquel que nos deja sobresaltados y alegres, y al que rumiamos con la mirada mientras damos vueltas en torno a su camino, a sus haceres, a su persona, a sus palabras. Hay un sobresalto de alegría. La alegría con la que Pedro y el joven discípulo que le gana la carrera se acercan a ver la tumba vacía. Una alegría cuajada de mil temores, de negaciones antes de que nos cante el gallo, de miedos por si es un fantasma que nos hace gritar de pavor. Todo ello es verdad, pero la cercanía de Jesús, sobre todo, nos deja pasmados de alegría. Remoza nuestro corazón, alegra nuestra mirada, por más que pueda ser en medio de las lágrimas. Me pregunto si, en definitiva, la muestra real de que tenemos fe no es la alegría que nos desborda. Mirad cómo se aman, decían los que, al comienzo del libro de los Hechos, contemplaban a los seguidores del Jesús resucitado. Como a Esteban, que los ojos le explotaban de alegría cuando vio a Jesús sentado a la derecha de Dios Padre. También nuestros ojos brillan con la alegría de la mirada suya que nos abarca por entero, y a la que nosotros respondemos con la alegría desbordante de nuestra propia mirada que lo contempla. Miradlo y quedaréis radiantes.

¿Quién ha dicho que los cristianos somos gentes desaforadamente tristes y pasamos la vida en negros suspiros? Nuestro rostro irradia luz y belleza, porque estamos inmersos en la alegría de haber sido salvados, justificados desde la cruz. La fe en Jesucristo es para nosotros la puerta y la fuente de nuestra alegría. Alegría contagiosa. Alegría que no se acaba.