Qo 1,2.2,21-23; Sal 89; Col 3,1-5.9-11; Lc 12,13-21
Parecen palabras de alguien que, habiendo alcanzado el culmen de la edad y de la experiencia, lo encuentra todo vacío. ¿Afanes, trabajos? Ruidos pomposos de cáscaras de nuez. Dolores, penas y fatigas durante el día; insomnio del corazón durante la noche. Queda uno sobresaltado de encontrar estos textos en las Escrituras de Israel. Como si ya todo estuviera en sus finales y nada mereciera la pena. Pompas de jabón que nos dejan en una pequeña explosión de vacío que gotea. No es este tema el centro de la Escrituras, es obvio, mas no está mal: se trata de una llamada al realismo y a ponerlo todo en las manos del Señor. Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. No podemos dejarnos llevar de un entusiasmo muy poco realista, incluso de imaginación insincera. Con la edad, el deseo adquiere nuevas irisaciones; incluso parece que se amortigua. No estoy seguro de que sea así, porque, quizá, el deseo va marcando nuevos lugares, que son lugares de Dios. Trabajos y afanes pueden haberse convertido en derroches de un hacer que comprendemos bien no es el nuestro, el verdadero, el definitivo. Porque el deseo, finalmente, es deseo de Dios, incluso de solo Dios; no porque abandonemos todo y a todos, eso nunca, sino porque encontramos el ámbito en el que se agranda hasta hacerse infinito. Mas ¿podremos hablar de infinito, nosotros que somos seres finitos, limitados? Nos vamos vaciando de deseos que nos parecieron llenaban nuestro corazón, pero muestran su dejarnos en la vaciedad, en lo que ya no nos interesa, incluso que nos hastía. Sin embargo, esto no significa que quedemos vacíos de deseo. Al contrario, llega un momento en nuestra vida en que solo el deseo de Dios lo llena todo en nosotros. Nos descubrimos entonces como seres deseantes, pero con un deseo muy particular, que ya apenas tiene que ver con los deseos primarios, quizá primitivos, que anegaban nuestra vida, nuestra carne, nuestro ir siendo.
Puede parecer, pues, que entramos en momentos en los que solo nos espera la vaciedad, ya nada nos calienta y comenzamos a vivir en eterna frialdad. ¿Seguro que es así? ¿Somos algo que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca? El salmista se pone en las manos del Señor para que le enseñe a vivir la largura de los años con un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos. Buscaremos, pues, los bienes de allá arriba, porque ya hemos muerto y nuestra vida con Cristo está escondida en Dios. En Cristo, por la fuerza del Espíritu, porque Cristo es la síntesis de toda edad y está en todos, de modo que nos iremos renovando como imagen de nuestro Creador. Nunca iguales, siempre distintos, imagen en todo momento del hombre perfecto que se nos muestra en la cruz de Cristo.
¿Amasaremos riquezas para nosotros mismos? Si es así, ¿qué tiene de extraño ese llegar al final en el puro vacío que parece apunta a la nada? No, viviremos en la alegría de nuestra edad, de las vicisitudes siempre nuevas de nuestro seguir a Cristo. Viviremos hasta el final de nuestros días la alegría de saber que somos templos del Espíritu. ¿Que está noche nos van a exigir la vida? Pues bendito sea el Señor, esperaremos ese momento con alegría, sabiendo que él nunca nos dejará de su mano. Una alegría que parece una nonada, pero que llena por entero todo lo que somos.