Nm 13,1-2.25,14,1.26´30.34-35; sal 105; Mt 15,21-28
¿El pueblo elegido?, gente malvada que protesta de su Dios. Sí, nos ha llevado a una tierra nueva, pero resulta estar poblada de gigantes, mientras nosotros parecemos saltamontes. Entonces la comunidad empezó a dar gritos, y el pueblo lloró toda la noche. Su Señor les ha dejado en la estacada. No podemos tomar la tierra que dices habernos dado, pues el pueblo que la ocupa es más fuerte que nosotros. Ellos hubieran preferido llevar las cosas según una manera razonable, y no con ese absoluto desconcierto que su Dios parece haber escogido para ellos. ¿Para eso nos has traído hasta aquí, tras tantas penalidades? Comunidad perversa que se ha amotinado contra mí. Comunidad a la que le falta la fe en su Dios; que demasiado pronto olvida las obras de Dios y no se fía de sus planes; que olvida a su Salvador.
¿Y nosotros, no hemos pecado como nuestros padres? Un pecado que, como el suyo, indica nuestra falta de fe. Si el Señor, parecemos decirnos, nos permitiera caminar por carreteras y autopistas que nos parezcan razonables, y no por esas escarpaduras sin sentido que siempre escoge para nosotros, otro gallo nos cantaría. Sí, seremos hombres y mujeres de fe, pero de una fe enclenque, asustadiza, buscadora de seguridades que podamos calibrar y hacer nuestras. ¿Es eso fe? ¿Se nos puede dar así la alegría de la fe? No, claro que no. Seríamos, tal como nos comportamos con nuestra fe, como aquella comunidad del Apocalipsis que el Señor quiere vomitar.
Tiene que ser una mujer cananea, descendiente de aquellos gigantes, que los israelitas consideraban enemiga mortal, la que nos enseñe cómo es la fe en Jesús. Salió de uno de aquellos lugares y se puso a gritarle. No para increparle, sino pidiéndole compasión. Y cuando a Jesús se le toca el corazón, siempre responde con una mirada de misericordia. Ten compasión. La tengo, ¿qué quieres de mí? Pero se trata de una hija del enemigo, una hija de Satanás, y él solo ha sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel. Por eso, y para que veamos cómo actúa la compasión del Señor, no le respondió nada. Son los discípulos, coitadiños, los que no pueden soportar esos gritos de la mujer. Pero, hombre, atiéndela, que viene detrás atronando nuestros oídos con sus chillidos. Pero la mujer cananea prosigue, los alcanza, se postra ante él y le pide de rodillas. Emocionante la fe de la mujer. Pero Jesús insiste. No, no puede ser, no se puede echar el pan de los hijos a los perros. Jesús parece terriblemente injusto en estas palabras tan insultantes, pero que eran la manera normal del trato de los judíos con los cananeos. Mas la cananea no se achanta, tal es la confianza que tiene en Jesús, no le importa gritar, soporta quedar en evidencia ante todos, acepta ese rechazo de Jesús, que parece inapelable. Pero no, la mujer cananea insiste con palabras tan emocionantes. Tienes razón, es verdad, pero no me importa, continúo con mi petición porque también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos. Ella no es de los amos. No es del pueblo elegido. Pero no importa, y prosigue con su apelación a la mirada de misericordia de Jesús, en la que cree hasta quedarse sin aliento. Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.
Alegría insondable del misterio de la fe. ¿Será nuestra mirada de fe tan emocionante como la de la mujer cananea?