En el Evangelio escuchamos la acusación que Jesús lanza contra los fariseos. El fariseísmo describe una actitud religiosa en la que sólo se miden los actos exteriores descuidando el corazón. Parece que con un cierto ritualismo el hombre ya quedaría salvado. Así basta con observar algunas formas exteriores, que pueden ser de corrección cívica o de práctica religiosa (tanto da), pero que no implican el corazón. Jesús en sus palabras no niega la importancia de los actos exteriores (“Esto es lo que habría que practicar, aunque sin descuidar aquello).
En la crítica de Jesús se señala que todos esos actos no van unidos a la caridad. Es bueno notar que la verdadera piedad nos mueve a un amor más grande hacia Dios y hacia los hermanos. Una buena medida del culto razonable es que llene nuestro corazón de amor hacia los demás. De hecho la norma, por sí misma, no entra en contradicción con el precepto del amor. Por el contrario, observamos en los grandes santos de la caridad una gran exigencia para consigo mismos. En ese caso toda la ascética les conduce a una entrega más generosa y redunda en una compasión más grande para con el prójimo.
San Agustín notaba que exteriormente es muy difícil distinguir los actos que provienen de la soberbia de las obras de caridad. Por soberbia uno puede dar limosna, renunciar a placeres e incluso abnegarse en muchas cosas. La distinción entre unas obras y otras está en el corazón.
En la primera lectura, en el testimonio de san Pablo, encontramos la actitud contraria a los fariseos. San Pablo, como en otras ocasiones, hace una defensa de sí mismo. Alguno podría pensar que los elogios que refiere a su persona lo sitúan en la línea farisea. De hecho el había pertenecido a ese grupo religioso. Sin embargo las motivaciones del apóstol son muy distintas. De ninguna manera busca la autosatisfacción sino que, hablando del anuncio del Evangelio dice: “lo predicamos no para contentar a los hombres, sino a Dios, que prueba nuestras intenciones”.
El Apóstol señala también que no le movía ningún deseo de adulación ni codicia de ninguna clase. Actuaba movido por el amor a Dios y por el cariño que sentía hacia los tesalonicenses. Fijémonos, como un ejemplo más de su entrega, que señala que los tesalonicenses se habían ganado su amor. De esa manera, a pesar de todo lo que ha sufrido por ellos, san Pablo los deja bien. Ha padecido y se ha desgastado por ellos pero, señala, lo ha hecho porque eran dignos de ser amados. Vemos, pues, que san Pablo, que tantas veces es considerado por algunos como exigente, actúa encendido por la caridad. Había experimentado el amor de Jesucristo, su Salvador, y sólo desea entregarse a su servicio por amor.