Levítico 19, 1-2.17-18
Sal 102,1-2.3-4.8 y 10. 12-13
san Pablo a los Corintios 3, 16-23
san Mateo 5, 38-48
Las tres lecturas de este día nos hablan de la santidad de Dios. También se refieren a nuestra vocación a la santidad. El amor que Dios nos tiene se manifiesta también en ese deseo suyo de que seamos santos como Él. Dios se comunica al hombre dándose a sí mismo. En esa donación nos comunica su propia vida, que es su santidad. Pero esta no se ofrece de una manera mecánica sino que pide la correspondencia de nuestra libertad.
Cuando Dios habla a Moisés (primera lectura), de alguna manera le presenta un imposible. Les dice que han de ser santos como Él. Sin embargo esa posibilidad estaba lejos del alcance del pueblo de Israel. Pero la ley, como dirá, san Pablo, actuaba ya como pedagogo e indicaba un camino que había que seguir. Dios la recordaba con frecuencia para evitar el endurecimiento del corazón. Será con el envío del Espíritu Santo cuando la santidad de Dios sea comunicada al hombre. Esa comunicación es tan íntima que transforma totalmente al hombre. Por eso san Pablo nos recuerda que somos templos del Espíritu Santo. Es decir, verdaderas casas de Dios. Y, Dios no habita en nosotros sin transformarnos sino que viene a nuestro interior para morar con nosotros. El cristiano es santo porque Dios habita en él y es santo. Su presencia nos santifica porque su vida nos es comunicada.
En esta perspectiva se entienden las enseñanzas del Evangelio de hoy. Si Jesús nos muestra todo el alcance de la ley es porque nos da la posibilidad de cumplirla. Como señala Santo Tomás de Aquino, la nueva ley es el Espíritu Santo. Ya no se trata sólo de mover nuestra libertad para comportarnos de acuerdo con algunos preceptos dados por Dios y reconocidos en nuestro interior como buenos. Ahora lo que debemos hacer es dejarnos guiar por el Espíritu Santo, ser movidos por Él.
La presencia de Dios en nosotros dilata nuestro corazón para que amemos como Dios ama. Es esa una de las verdades que más sorprenden a quienes no conocen el don de Dios. Se preguntan cómo es posible amar a los que nos odian y querer a nuestros enemigos. Pero la realidad es esa. Encontramos muchos testimonios. Pienso, por ejemplo en el beato Tito Brandsma. Este fraile carmelita murió asesinado en un campo de concentración nazi. Fue ejecutado con una inyección venenosa. La encargada de aplicársela fue una enfermera que después abrazó la fe. Cuando le preguntaron que le había movido a ello respondió simplemente: “¡Tenía compasión de mí!”. Aquel hombre se comportó como lo habría hecho Jesucristo; fue resplandor de su santidad. Y aquel episodio no fue algo accidental sino una muestra más de su vida. Porque en otra ocasión, en el mismo campo, dijo de un guardia que le había golpeado haciéndolo sangrar: “Pobrecito, me da tanta lástima, que no puedo quererlo mal”.
Es un ejemplo, de los que hay tantos en la historia, de que las enseñanzas de Jesús no son imposibles de cumplir.