Santiago 3, 13-18

Sal 18, 8. 9. 10. 15

san Marcos 9, 14-29

Hoy aún está la tierra empapada de agua bautismal, como aquel barro del que Dios formó al primer hombre. Aún abrasa los corazones el Fuego que se posara sobre los apóstoles… Y, para que nadie se confunda, nos recuerda hoy el evangelio que también Satanás tiene su tierra, su fuego, y, desde luego, su agua, con las que seduce a las almas que se dejan cautivar por él.

“Cuando lo agarra, lo tira al suelo”… El Espíritu de Dios levantó al hombre del barro; le enseñó a escalar la cima de un Monte que está coronado por una Cruz; le dio alas para que surcara las nubes del Amor Divino y, elevándose hasta el Cielo, pudiera mirar a los ojos a su Amante Creador. Satanás, sin embargo, como es serpiente, tira del hombre hacia abajo y lo arroja al suelo; le recuerda que es de carne, y le enseña a revolcarse en su propio barro. La Creación está muy bien terminada, y la fuerza de gravedad que empuja hacia la tierra a los seres pesados nos habla de otra gravedad más radical: la concupiscencia, que atrae al hombre hacia el suelo con la fuerza de las pasiones; que convierte en pesada y fatigosa la ascensión hacia el Calvario; que cubre de barro las alas del alma para que los hijos de Dios no puedan volar: “sí, ya sé que debería rezar, pero estoy tan fatigado… Tengo tantas cosas que hacer…”

“Y muchas veces hasta lo ha echado al fuego y al agua”. Mientras el Fuego del Espíritu es esa llamarada de Amor de Dios que abrasa sin consumir, el fuego de Satanás es la pasión desordenada que incendia cuerpo y alma y los destruye. La lujuria, la ira, el odio, y el afán de bienes materiales hacen que los hombres se abrasen de muerte, anulan sus voluntades y los consumen en polvo y ceniza: les quema a muchos el dinero en las manos, llaman otros “fuego de amor” a lo que es lujuria, y, enardecidos por la ira, los hombres se matan unos a otros.

Finalmente, el agua. Mientras el agua clara del Espíritu alumbra en el pecho del cristiano torrentes de Vida, el agua de Satanás es el pecado y los agobios del mundo. Cuando el hombre se adentra en ellos, pierde pie y se ahoga en la muerte. Al consentir en el pecado, se apoya en unas aguas que parecen poco profundas. Pero, una vez ha introducido en ellas la planta del pie, fácilmente resbala hasta acabar cubierto por el cieno. Entonces no sabe salir, y se hunde aún más. Quien, al principio, dijo: “luego me confesaré”, se sorprende diciendo: “confesaré el domingo; hasta entonces, puedo pecar un poco más”… Muchos de éstos ya no volvieron y perecieron hundidos en su propia ciénaga. En cuanto a los agobios del mundo, los mismos que se dejan atrapar por ellos se sienten ahogados, incapaces de sacar la cabeza ni siquiera para orar y tomar aire limpio.

María es la tierra buena que dio fruto, el horno donde el Amor Divino abrasa dulcemente, y la Fuente de Agua Viva… Que Ella nos enseñe a discernir.