Santiago 4, 1-10
Sal 54, 7-8. 9-10a. 10b- 11. 23
san Marcos 9, 30-37
Nos dice el apóstol Santiago: “Pedís y no recibís, porque pedís mal, para dar satisfacción a vuestras pasiones”. No es que pidamos con mala intención; es que, cuando pedimos en la oración bienes para nosotros mismos, muy pocas veces sabemos qué es lo que nos conviene. Pedimos, sí, lo que deseamos, pero si Dios se plegase siempre a nuestros deseos no sería nuestro Padre. Ahí tienes a los apóstoles: míralos en el evangelio de hoy, deseando ser los más importantes. Santiago y Juan llegaron incluso a pedirlo abiertamente a través de su madre… Y Jesús, que los amaba, no se lo concedió: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Imagino, años más tarde, a Juan en su destierro y a Santiago en su martirio dando gracias a Dios… Tuvo que pasar ese tiempo para que comprendiesen que el verdadero bien estaba encerrado en aquellas incomprensibles palabras del Señor: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará”… Acompañar a Jesús era, sin duda, lo mejor.
No te enfades cuando parezca que Dios no atiende tus oraciones. Recuerda que somos niños, y los niños no siempre saben lo que les conviene. No te digo que no pidas.
Al contrario, pide como reza el salmo: “Encomienda a Dios tus afanes, que él te sustentará”. Primero encomienda tus afanes a Dios… Pero luego deja que Él te sustente como sabe. Ora como Jesús en Getsemaní: pide primero, y di después: “pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”… Si Dios no te concede lo que le has pedido, espera un tiempo: te prometo que en unos meses, o quizá unos años, te sorprenderás dándole gracias a Dios por ello. Ahora bien, si quieres elevar una oración que Dios siempre atiende, pídele lo que le pidió María: “Hágase en mí según tu Palabra”.