san Pablo a Tito 2, 1-8. 11-14
Sal 36, 3-4. 18 y 23. 27 y 29
san Lucas 17, 7-10
Tengo un recuerdo espantoso del primer día de mili. Después de una noche sin dormir, hacinados en un tren, nos pusieron a todos en fila y nos tuvieron así cerca de cuatro horas; al cabo de las cuales comenzaron, muy lentamente, a repartirnos ropa. Cuando me tocó el turno y recibí mi primer par de calcetines verdes, no se me ocurrió otra cosa que dar las gracias al sargento que me los entregaba. Aquel hombre, que estaba de peor humor aún que yo, me miró con ojos amenazantes y me gritó: «¡Aquí no se dan las gracias!»…
¡Qué chasco! Ni que decir tiene que no volví a pronunciar una palabra de agradecimiento hasta que me devolvieron la cartilla. En todo caso, no me he olvidado de aquel hombre que tenía conciencia de estar haciendo «lo mandado»; por lo mandado no se dan las gracias.
Seríamos muy necios si pensáramos que Dios tiene que agradecernos las obras buenas que salen de nuestras manos. Cuando el Señor quiera llamarnos a su presencia, ten por seguro que no será para agradecernos nada. Entonces – he oído decir – «cada duro volverá a su bolsillo y cada hijo volverá con su padre»: nuestros pecados se nos presentarán como hijos nuestros, y caeremos en la cuenta del ridículo que hicimos (amén de la injusticia que supuso) cuando quisimos culpar a otros de nuestras propias faltas. Sin embargo, no temas encontrarte con un batallón de hijos deformes y monstruosos; no será así.
Terriblemente feos eran cuando los engendramos; fueron fruto del mal que dejamos anidar en nuestras almas. Pero, sanados por la Cruz de Cristo en el sacramento del Perdón, habrán quedado convertidos en «felices culpas», en momentos de gracia que nos permitieron experimentar la misericordia de un Dios que es todo bondad, y que nos ayudaron a conocer nuestra pequeñez y la grandeza del Amor divino. Esos hijos nuestros serán guapos; no habrá ya motivo de vergüenza. Y daremos gracias a Dios.
También se presentarán ante nosotros las obras buenas que salieron de nuestras manos. Y veremos entonces, con toda claridad, cómo fue Dios el manantial de todas ellas. Pudo haberlas hecho directamente, y, sin embargo, en su gran misericordia, quiso escogernos como colaboradores para llevar a cabo obras buenas. Veremos cómo nuestra labor se limitó a no estorbar, a permitir que esa gracia de Dios que recibíamos pasara a través de nosotros y llegara a los demás… Y, entonces, seremos nosotros quienes daremos gracias a Dios por haberse servido de nosotros para realizar su obra. Éste es el motivo por el que María, cuando estalla de gozo en el Magnificat, se alegra «porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí». A Ella le pido, para que ésa sea también nuestra alegría, que, llegada la noche, podamos decir, con los empleados de la parábola: «siervos inútiles somos; hemos hecho lo que teníamos que hacer».