Hebreos 8, 6-13

Sal 84, 8 y 10. 11-12. 13-14

san Marcos 3, 13-19

“En aquel tiempo, Jesús, mientras subía a la montaña, fue llamando a los que él quiso, y se fueron con él.” Siempre he leído ese “quiso” en los dos sentidos que tiene en español: Llamó a los que le dio la gana y llamó a los que amaba. Ellos se fueron con él y los hizo sus compañeros. Nos han dejado sus nombres, hasta el del traidor no cae en el olvido. Fueron compañeros de Jesús y eso no se olvida, los llamó por sus nombres, los llamó porque quiso, porque les quiso. En la Iglesia el número de los compañeros de Jesús se fue aumentando (aunque también aumentaron los traidores), pero la cercanía y el cariño por cada uno de nosotros no ha disminuido. Tal vez seamos más de doce, pero Dios sigue sin contar en centímetros ni en multitudes. Cada uno de nosotros, uno a uno, tenemos que aumentar nuestro amor a Dios, nuestro Padre, la cercanía a Jesucristo y el trato al Espíritu Santo. Y debemos ayudarnos unos a otros a amarle cada día más, y de ser acicate para aquellos que no le conocen y aliento para los que piensan en la traición. El grupo de los doce era pequeño, pero transformó el mundo conocido. Los podemos llamar por sus nombres. No se anunciaban a sí mismo sino a Jesucristo y por eso el anuncio perdura. Cuando nosotros anunciamos a Jesucristo, muerto y resucitado, entonces el anuncio sigue vivo, cuando nos anunciamos a nosotros mismos nos acompaña en el ataúd.

¿Cuántos somos los católicos en el mundo? La verdad es que no tengo ni idea ni me apetece buscar estadísticas, con que uno estuviese realmente enamorado del Señor sería bastante. Cuando comienza la Iglesia, los que están con Jesús, sólo eran María y José. Sólo dos, pero de tal calidad que nos siguen sosteniendo a nosotros tantos siglos después. Como los discípulos en el cenáculo (excepto el traidor, que se desesperó), esperamos nuestro Pentecostés unidos a María nuestra Madre.