Decimos que estamos en la era de la Ciencia. Hoy sólo se cree en aquellos datos que salen de los laboratorios y de los experimentos científicos. Cuando hablamos de nuestras certezas las argumentamos desde los últimos descubrimientos de las investigaciones científicas. Pero un dato sociológico no deja de sorprendernos: cada vez más la gente acude a adivinos para que les den orientación. Cada vez más cadenas de televisión generalistas, a ciertas horas de la noche, nos inundan con tarotistas, adivinos de la verdad de nuestras vidas. Este dato está diciendo algo: la gente necesita de lo sobrenatural, la gente necesita la verdad, la gente sabe que la realidad no se agota en lo material.

En la carta a los Hebreos aparece esa misma cuestión: ¿en qué creemos? ¿qué orienta nuestras vidas? El pueblo de Israel confió en Dios porque el Señor se les presentó en unos signos extraordinarios: una zarza ardiente, una columna de fuego que les precedía en el camino, tormentas que hicieron caer granizo y fuego… una voz potente que surgía desde la nube. Muchos creyeron por la grandeza y verdad de los mandamientos revelados por Dios a Moisés y albergados con majestuosidad en el Templo de Jerusalem. Sin embargo, nosotros creemos en Dios porque hemos visto un signo muy particular: un hombre cualquiera, hijo de un carpintero y una ama de casa, capaz de hablar con una sabiduría jamás escuchada y con el poder de curar enfermos, dominar la naturaleza, resucitar muertos, perdonar los pecados.

Pero ahora Jesús en el evangelio, a través de la llamada particular de los Doce, nos hace una propuesta nueva: que seamos nosotros hoy el signo de la presencia de Dios en el mundo. Que cada cristiano se convierta en signo de Dios para los demás. No porque tengamos capacidades especiales (bastón, pan, alforja, dinero…) sino, justamente, porque en nuestras debilidades y pobreza, Dios se puede mostrar con fuerza y con sabiduría. Si hablamos con las palabras de Cristo, muchos pueden convertirse y encontrarse de nuevo con él; y en la generosidad y gratuidad de nuestras actos muchos pueden volver a encontrarse con el Cristo que da vida. Sí podemos serlo. No olvidemos a aquellos que lo vivieron y nos precedieron en la fe.

Por eso, hoy es justo dar juntos gracias a Dios por nuestros padres o abuelos, catequistas, profesores o religiosas, aquellos hermanos de comunidad o sacerdotes, que han sido el signo de la presencia de Cristo para cada uno. Ellos han vivido esta palabra y se han convertido en los testigos, por sus palabras fieles y sus obras, del amor infinito que Dios ha tenido y tiene por nosotros. Gracias.