En el Evangelio seguimos escuchando el diálogo de Jesús con Nicodemo en el que se nos habla de ese nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu, en el que reconocemos el bautismo. Estos son días para pensar en nuestra condición de cristianos y, desde el agradecimiento, volvernos hacia Dios que nos ha mostrado su misericordia y predilección.

También el hecho del bautismo nos lleva a darnos cuenta de que, nacidos de nuevo, hemos entrado a formar parte de un pueblo, que es la Iglesia. En la primera lectura se expresa ese hecho con lenguaje muy elocuente: “en el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo…”. Quizás alguno considere, hoy en día, que hay algo exagerado en la descripción que hace el libro de los Hechos. Pero, lo que se indica sigue siendo real. La vivencia profunda del bautismo nos hace descubrir que hay un hogar para el hombre que es la Iglesia. Y que en ese hogar, de una forma nueva, se percibe con una profundidad inaudita lo que significa ser hermano, en Jesucristo, de los demás hombres.

Al describir como unos se ayudaban a otros se nos indica también que en la Iglesia vamos siendo educados para aprender a amar a nuestro prójimo. La Iglesia es una escuela de caridad. Este nuevo amor, participación del que Jesucristo nos tiene, nos lleva a descubrir que nadie nos es ajeno; a sentir como propias las necesidades del prójimo y a empeñarnos en su bien. Jesús nos ha salvado entregando su vida por nosotros y ahora, por la fuerza del Espíritu Santo, nos capacita para amar a los demás como él nos ha amado. Amar al prójimo es el signo, como leemos en otros pasajes de la Escritura, del auténtico amor a Dios.

Esa vinculación por el amor nos indica además otra cosa. La Iglesia es una sociedad en la que cada cual conserva su individualidad. Cristo no nos anula, sino que nos potencia. No deja de ser significativo que el libro de los Hechos hable, por ejemplo de Bernabé. Es un ejemplo de cómo en la Iglesia cada uno de nosotros descubrimos nuestra vocación. El amor de Dios, que actúa en nosotros, no nos convierte en masa amorfa. Formamos parte de un pueblo, pero sin dejar de ser cada uno; sin que falte en ningún momento la tensión para responder a lo que el Señor nos pide: por eso es necesario que la relación sea desde la libertad que brota de la misericordia de Dios para con nosotros.

En el misterio de la Iglesia siempre está la fuerza que la impulsa desde su interior: que es el mismo Espíritu Santo. Jesús, en el evangelio nos habla de que este permanece desconocido. No se puede controlar pero actúa. Ello explica los constantes milagros de caridad que encontramos en tantos cristianos.

Pidamos al Señor no cerrarnos al misterioso influjo de su acción. La Iglesia no podemos reducirla a nuestras concepciones ni pretender entenderla según nuestros esquemas. Constantemente surge en ella algo nuevo. Por ello no dejan de aparecer entre nosotros personas en las que se hace presente la novedad del evangelio. A través de ellas se nos muestra la constante bondad de Dios.

Jesús, hablando con Nicodemo, nos enseña también cómo continuamente nos hemos de dejar enseñar por él. Nuestra mente, al igual que nuestro corazón han de ser constantemente renovados. Así llegamos a ver que el mismo amor suyo que destruyó la muerte con la resurrección, vence, en los cristianos, cada día al pecado.

Gracias, Señor, por haberme incorporado a tu Iglesia.