Una de las labores principales de un sacerdote –en especial del párroco-, es procurar que esté bien atendido el confesionario. No creáis que siempre es fácil, en ocasiones te encuentras con sacerdote de doctrinas extrañas y tienes que ir como el Quijote “desfaciendo entuertos” hasta que el sacerdote aprende a aconsejar la moral de la Iglesia y deja de comentar sus opiniones o pareceres. El estar en un confesionario puede parecer para aquellos que lo miran desde la frivolidad o la más supina ignorancia una especie de labor de cotilleo, de enterarse de todo y saber todo de todos. Nada más lejos de la realidad. En primer lugar hay que asegurar la confidencialidad del penitente si así lo desea. En segundo lugar no sabéis lo cansado que es escuchar miseria tras miseria mientras uno vive con las propias. Pero hay un principio importantísimo: cada penitente es único e irrepetible y aunque sea la persona número cuatrocientos que se acusa de murmurar contra su suegra (pobres suegras), ese pecado es para esa persona importante y lo pone en manos de Cristo, no en el regazo cansado del sacerdote. Por ello uno aprende a confesar confesándose y confesando. Puede parecer que la labor del sacerdote es exigir que se cumplan unas normas impuestas y amenace con el fuego del infierno a los que las infringen. Nada más lejos. Con los años te das cuenta que la manera de superar el pecado no es el voluntarismo sino el enamorarse de Cristo por la acción del Espíritu Santo y así vivir como hijo.

“Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor.

Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”. Muchas veces consideramos el pecado como un fracaso de nuestros propósitos. Sin embargo el auténtico mal del pecado es que no nos deja permanecer en el amor a Dios, pues lo sustituimos por otra cosa. Vamos a concretar un poco. Si alguien se acusa de ser infiel a su mujer puedes optar por regañarle y decirle que es mala persona y que si de verdad está arrepentido jamás vuelva a mirar a otra mujer (o marido), en su vida. Saldrá del confesionario intentándolo…, pero seguramente vuelva a confesarse con otro al poco tiempo. O puedes intentar a animarle a volverse a enamorarse de su mujer, que piense cada cosa buena que tiene y todo lo que les une, el don del amor que recibieron en su matrimonio y agradezca a Dios cada segundo que pasa con ella. Que recen juntos, sepa servirla con alegría y se entregue con pasión reviviendo las llamas del amor cada día. Así, ciertamente con lucha, pero una lucha gozosa, sólo tendrá ojos para su esposa aunque trabaje en la pasarela Cibeles. Y si no va a Misa ayúdale a descubrir la grandeza del sacrificio del altar y que vaya gustando cada día la Palabra de Dios. Y si es un murmurador o un criticón que descubra lo bueno que Dios pone en cada persona (hasta en los jefes del trabajo), y de gracias a Dios por ellos.

“Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”. Os aseguro que animar y alentar es mucho más cansado que regañar pero acaba mucho más feliz y cerca de Dios el penitente, el confesor y todos los que están alrededor.

Muchos que leéis estos comentarios no sois confesores, pero sois padres, amigos, vecinos, compañeros…, e incluso yo me lo aplico a mi propia vida y a mis exámenes diarios de conciencia. “¿Por qué provocáis a Dios ahora , imponiendo a esos discípulos una carga que ni nosotros ni nuestros padres hemos podido soportar? No; creemos que lo mismo ellos que nosotros nos salvamos por la gracia del Señor Jesús”. Procuremos amar más y los mandamientos ya no serán pesado y las exigencias del corazón serán mucho mayores.

Hoy me estoy enrollando. Mira a la Virgen ¿Cumplió o amó? Amo cumpliendo y por eso se sobrepasa y nosotros podemos beber de los ríos de misericordia que derrama por sus manos. Haz como ella.