Estamos perdiendo la virtud de la hospitalidad. La estamos sustituyendo por innumerables protocolos sociales y familiares, que no podemos dejar de cumplir, bajo pena de quedar mal con los demás, y que nos obligan a someternos a una rutina de compromisos, visitas de cortesía y otros muchos cumplimientos. A fuerza de cumplir, reducimos fácilmente la amistad a un protocolo más, con el que vamos más o menos cumpliendo, según el interés o la conveniencia que nos suscite el amigo en cuestión. Hasta que un día deja de interesarnos y, entonces, reducimos a nuestro amigo a ser el participante 14 de un anónimo y anodino grupo de whatsapp. Lo peor, sin duda, es cuando metemos en el saco de nuestras cortesías y cumplimientos la relación con Dios y, entonces, para cumplir también con los protocolos religiosos y quedar bien con uno mismo, hacemos nuestra visita de cortesía los domingos durante la misa de 13:00h., esa que, al menos, parece que es la menos aburrida de todas.

Aquella mujer, Lidia, natural de Tiatira, que obligó a Pablo a aceptar la invitación para hospedarse en su casa, nos da toda una lección de vida espiritual y –ya puestos– hasta de urbanidad. La delicadeza con que escuchó la predicación de Pablo, la decisión con que abrió su corazón al Dios que Pablo le anunciaba, el interés en poner a disposición de aquel mensajero su casa, su familia y todos sus bienes, todo eso dice mucho de aquella mujer, por quien empezó la evangelización de Europa. Debió de ser, además, una madre ejemplar, capaz de aglutinar con cariño a toda su familia hasta el punto de arrastrarla consigo hacia la conversión y el bautismo. No sé si Lucas hubiera recogido esta escena deliciosa en su libro de los Hechos de los apóstoles si, al final de la predicación, Lidia hubiera sustituido la invitación que hizo a Pablo para hospedarse en su casa por una invitación a formar parte de un grupo de amigos cristianos en whatsapp. (Pero, cuidado ¿eh?, que con esto no quiero decir que eso de chatear sea malo, inútil o cosa parecida).

Aquella mujer de Tiatira, además de darnos toda una lección de hospitalidad, nos enseña a cultivar esa otra hospitalidad interior que sabe preparar y disponer el corazón para acoger la presencia divina del Espíritu Santo. Acoger al Espíritu Santo es, en definitiva, acoger también al Padre y a Cristo, pues nunca una persona divina se nos da sola y sin las otras dos. A alguien se le conoce mejor cuando se comparte con él la intimidad de un hogar y el trato íntimo de la propia familia. Algo así nos pide Cristo en el Evangelio: acoger al Espíritu Santo en ese hogar interior que llevamos en el corazón, para que ahí, en la intimidad de la relación con los Tres, conozcamos mejor y tratemos con hospitalidad familiar a cada Persona divina. Lo malo es que como tú y yo estamos acostumbrados a las visitas de cortesía, podemos caer en la rutina de dejar que ese Espíritu Santo pase por delante de nuestra puerta y no sea invitado porque, según nuestra agenda, tenemos otras cosas más importantes que hacer. Claro que peor sería que este amigo divino entrara en nuestra vida reducido a un mero mensaje o chat, que me ha mandado un amigo recordándome que el Espíritu Santo es la pera limonera y que se lo tengo que reenviar a otros diez amigos a quien tú quieres mucho, para que se te cumpla ese deseo que tienes en la cabeza y bla, bla, bla…

No digo que la evangelización de Europa no hubiera podido comenzar a partir de un whatsapp, que Lidia hubiera podido mandar al apóstol Pablo, segura de que con él habría conseguido multitud de seguidores en alguna red social. Lo que digo es que la evangelización de Europa comenzó por una mujer, que supo acoger y hospedar en su vida la gracia de Dios. Mucho de maternidad hubo en este inicio de la evangelización de Europa, como mucho de maternidad hubo también en el inicio de la Encarnación del Verbo.