Me refiero a lo de Pablo y Silas, en la primera lectura de hoy. Una cárcel en la que las puertas se abren solas; unos grilletes y cepos que se sueltan solos; unos reclusos y encarcelados que, de repente se encuentran libres, pero que no se escapan de la mazmorra; y, para colmo, un carcelero que, viendo el panorama, en pocos minutos pasa de querer quitarse la vida con la espada a convertirse al cristianismo, recibir el bautismo, hospedar en su casa a Pablo y Silas y organizar con toda su familia una fiesta grande.

Cualquiera puede pensar que estas cosas solo pasaban en tiempos de los primeros cristianos, porque eran muy buenos y piadosos, y, a lo sumo, en las películas de ahora, pero solo en las de cine religioso, claro. Y el problema, en cambio, no es que estos hechos extraordinarios no estén ocurriendo ahora –que sí que ocurren–, sino que, en el fondo, nos vamos acostumbrando sutilmente a ver las cosas de Dios con la misma mirada superficial con la que miramos a la pantalla del celuloide. Vivir nuestro día a día topándonos de narices con la normalidad más grisácea y cotidiana de las cosas que hacemos, con nuestras limitaciones tozudas y persistentes, con una convivencia que no para de esquivar las aristas cortantes y puntiagudas del carácter de los demás, etc, nos hace equivocar el centro y la medida. Equivocamos el centro, porque terminamos poniéndolo en nosotros mismos, en nuestras capacidades y acciones; y equivocamos la medida, porque la medida de las cosas seguimos siendo nosotros mismos, nuestros estados de ánimo, nuestros éxitos, nuestras cualiddes, etc. Por este camino llegamos inevitablemente a la “dislexia espiritual”, esa deformación propia de la mirada superficial que dificulta la lectura y, por lo tanto, la comprensión correcta de la acción prodigiosa de Dios en nuestra vida corriente y moliente.

Cristo, en el Evangelio, vuelve a asegurarnos el envío del don del Espíritu Santo. Nos lo enviará como Defensor, como Espíritu de verdad, como aquel que nos ayudará a leer y comprender en profundidad los hechos extraordinarios que Dios realiza a raudales en lo más monótono y ordinari de nuestra vida cotidiana. Porque es ahí, en la película de nuestro día a día donde el Espíritu Santo sigue obrando prodigios mucho más extraordinarios que los que contemplaron Pablo, Silas, el carcelero y los presos de aquellas mazmorras. Cuánta fe perdemos por los agujeros de tanto activismo desordenado y de tanta queja lastimera porque Dios no nos hace algún que otro milagrito de vez en cuando, alguna que otra intervención extraordinaria que nos ayude a llegar a fin de mes o, al menos, a sobrellevar los agobios de la vida diaria. Nos comportamos entonces como ese niño caprichoso que es incapaz de reconocer el diamante que su madre le ha puesto en la mano, porque no para de llorar y patalear por una piruleta.

El Espíritu Santo ha de ayudarnos a purificar la mirada y leer desde la fe providente de Dios tantos acontecimientos anodinos y escondidos de nuestro día a día, que muchas veces nos pasan desapercibidos, y en los que se esconde la mano amorosa y rebosante de Dios. El Espíritu Santo cura nuestra “dislexia espiritual” porque nos ayuda a entender el lenguaje de Dios, que habla en el silencio de tantas cosas que pasan inadvertidas y hasta despreciadas por los criterios mundanos de tantas almas superficiales. Esa dislexia espiritual, que nos impide leer y comprender la gramática de Dios en nuestra vida, nos hace creer que lo extraordinario y prodigioso es lo que vale porque nos hace triunfar a los ojos del mundo. Al final, somos capaces de renunciar al cine bien hecho, ese del día a día, buscan en la cartelera de los milagros alguna escena de acción, como la de Pablo y Silas.