Podemos creer que la Ascensión del Señor a los cielos es como el final feliz de una película, en la que el héroe, a pesar de haberlas pasado canutas, termina por conseguir el final merecido y descansar por fin de tanta peripecia. Algo así como si el Evangelio fuera el guión de una serie más o menos melodramática que, al final –¡menos mal!– termina bien para todos, o, al menos, termina mejor que como empezó.

Eso de que Jesús se nos fuera al cielo explica, quizá, que no nos escuche en nuestros rezos y peticiones, que guarde silencio ante las injusticias del mundo, que no le sintamos cercano, que parezca ausente de nuestros agobios y problemas, etc. Y, poco a poco, sin darnos cuenta, ese Cristo que abrazó enteramente nuestra humanidad, que creció como uno más de nosotros, que hizo milagros y predicó a las gentes, que curó y perdonó a todos los que se le acercaban, termina por convertirse en alguien lejano, ajeno a la vida concreta de los hombres, a mis problemas y preocupaciones, solo porque le hemos visto levantarse para irse al cielo. Es decir, terminamos convirtiendo a Dios en una fantasía imaginaria, en un Dios desencarnado, que está allá lejos, en los cielos, con el que es difícil hablar, del que raramente puedes esperar que te escuche y al que hay que hacerle el pino puente, como poco, para procurar tenerle contento.

Nos parecemos, quizá, a esos galileos que, viendo al Señor ascender a los cielos, no podían creer lo que estaban viendo, y se quedaron allí embobados, mirando a las nubes y sin saber qué hacer. Eran discípulos de Jesús, le habían seguido y acompañado durante mucho tiempo, le habían visto hacer milagros, se sabían de memoria su predicación, conocían la fama y el éxito que había cosechado entre las gentes, le habían seguido de lejos en la pasión y hasta le habían visto aparecer resucitado después de muerto. ¡Y todo eso para que ahora, en lo mejor de la película, se les marchara al cielo y desapareciera entre las nubes, como desaparece la espuma entre los dedos! Y allí se quedaron plantados, compuestos y sin novia, decepcionados de aquel Maestro que tanto les había prometido y que había sido capaz de hacer prodigios que ningún otro maestro sabía explicar. Aquellos galileos, por más que miraban al cielo, buscando al Señor, no entendían nada; estaban demasiado acostumbrados a mirar superficialmente las cosas del Señor y aquello se les escapaba de sus esquemas, proyectos y aspiraciones.

Nuestro cristianismo está lleno de galileos embobados, de cristianos que también han seguido al Señor durante años, se conocen de memoria su predicación, le han visto hacer milagros, le han acompañado y le acompañan a diario y, sin embargo, por más que miran al cielo, lo hacen embobados, como frustrados y decepcionados con un Dios que se les escapa de su mirada miope y superficial. Cristianos que, como aquellos galileos, llevan puesto su cristianismo muy compuestos, pero sin novio, porque por más que cumplen, rezan, y se esfuerzan por hacer el pino puente para tener contento a Dios, no ven más que nubes, nubes y más nubes. Y no es que no miremos a lo alto, es que miramos las cosas de Dios con la mirada superficial y miope de un corazón tan lleno de sí mismo que se incapacita para entender el guión de la película. Vivimos una profunda crisis de fe, que nos hace creer que el verdadero cielo ha de estar aquí en la tierra, en el día a día de nuestra vida, y que si Dios, siendo Dios, no es capaz de darnos ya, aquí, ese cielo que nos promete no se sabe dónde ni cómo, en realidad no es tan héroe como parece y no merece la pena creer en Él.

El Señor no asciende a los cielos para pasar olímpicamente de nosotros y de nuestros problemas, sino para enviarnos el Espíritu Consolador. Por eso, antes de irse junto al Padre, nos deja en prenda una promesa, el bautismo con el don del Espíritu Santo, y un mandato, “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio”. Y, por si fuera poco, nos avisa: a los que crean les acompañarán muchos signos. El Señor no nos llama a ser galileos, sino a ser testigos. Pidamos en estos días de preparación intensa a la venida del Espíritu Santo el don de la fe.