Vivimos en la sociedad del cambio, de la novedad, pero se trata de un cambio sin sentido y de una novedad vana. El cambio que nos proponen en casi todos los ámbitos de nuestra vida es un cambio hacia algo nuevo, que solo es mejor que lo anterior porque es nuevo, como si eso garantizase algo. Como si lo ideal fuese romper con todo lo anterior porque es anterior, porque está pasado de moda, porque está superado por los avances de la ciencia. Como si el miedo fuese “quedarse atrás”: ¿¡Cómo!? ¿¡Todavía con ese modelo de móvil!? Sin darnos cuenta entramos fácilmente en una dinámica alocada de continua “renovación” en la que se van quemando etapas. El problema es que no da tiempo a asimilarlas y el hombre, por su propia naturaleza, necesita tiempo. La madurez del corazón y los criterios, lo afortunado o desafortunado de las decisiones tomadas, lo aprendido y lo cien veces olvidado, necesitan tiempo en el hombre para dar su fruto. Por eso formamos parte de una tradición y necesitamos esa tradición, porque en ella comprendemos que pertenecemos a una corriente viva que nos nutre y nos enseña.

Jesucristo respondió algo parecido a los que esperaban que fuera un revolucionario que cambiaría la ley e implantaría un nuevo régimen. Dios no es así, porque es eterno y no cambia. Al mismo tiempo es eterna novedad, nunca se repite porque es infinito, pero eso no significa que lo anterior quede derogado. En Él todo es nuevo en continuidad con lo antiguo. El amor de Dios es lo más antiguo del mundo y, al mismo tiempo, lo más nuevo. Cada vez que lo descubre un corazón, el amor de Dios se inaugura en él, y cada vez que nos lo encontramos nos parece que nunca lo habíamos visto así. No podía ser de otra manera con la ley, con el camino que Dios nos ha fijado para caminar hacia Él: Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. La ley es antigua pero se hace nueva en el modo en que Cristo la encarna. Del mismo modo que el amor está en las raíces del mundo pero se hace nuevo en cada corazón que lo vive. Y la ley, como el amor, se forjan en los más pequeños detalles, no en los trazos gruesos, sino en las pinceladas finas que es donde se afina. Por eso nada de la ley puede dejarse de lado y por eso Jesús le da tanta importancia.

Que María nos enseñe a vivir el amor a la ley de Dios en los pequeños detalles. Amén.