Recuerdo una ocasión en la que hablaba con una persona de una situación que la estaba haciendo sufrir. A medida que la escuchaba, se me hacía patente el problema que tenía y surgía en mi de modo claro y distinto la solución a su problema. De modo que se me ocurrió la infeliz idea de sugerirle lo que tenía que hacer para salir al paso de aquella situación. Cuando terminé, me miró fijamente y me preguntó: “¿sabes lo que es la empatía? Es el arte de saber escuchar al otro sin pretender darle soluciones, simplemente intentando ‘meterte en sus zapatos’. Yo te he contado todo esto no para que me dieras soluciones sino para que me escucharas y me comprendieras, para sentirme comprendido”.

Fue para mi una gran lección que me hizo comprender algo más el misterio del Corazón de Jesús cuya solemnidad celebramos hoy. Toda la inteligencia divina del Hijo eterno de Dios, todo el Logos cuya sabiduría creó el universo y que posee todas las soluciones, se hizo carne, pero carne de corazón humano. Porque no vamos a Dios a pedirle soluciones, vamos a ser escuchados, a tener la certeza de que alguien nos está dedicando toda su atención. Pero ¿cómo hacer eso sin ponerse “en los zapatos del otro”? Jesucristo no solo se puso nuestros zapatos, sino que se puso hasta nuestra misma carne, nuestra condición humana, mortal y miserable. Se tomó muy en serio eso de escuchar a sus hermanos y de comprender su vida.

Quizás lo más impresionante del Corazón de Jesús, es decir, de Jesús mismo, es que quisiera hacerse vulnerable y devolver al corazón del hombre lo que le es más propio y aquello de lo que más intentamos huir: que nos puedan hacer daño. El amor de Dios se tradujo en amor humano y se abrió a todos los hombres en reciprocidad, no desde el cielo, sino desde el suelo, de igual a igual. Por eso pudo Jesús llorar ante la muerte de Lázaro y por eso sintió compasión de la viuda de Naín y se estremeció ante el beso traidor de Judas. Por eso también sintió cansancio y se paró en el pozo de la samaritana y se durmió exhausto en la barca. Y por eso se llenaba de una alegría plena y serena cuando estaba a la mesa con los suyos. Por eso amó a los suyos “con cuerdas humanas” y “los atraía con correas de amor”. Y también por eso tuvo que aprender sufriendo a obedecer en Getsemaní y sudó gotas de sangre y degustó el amargo sabor de la angustia y el miedo. Como uno de los nuestros se fió del Padre y como uno de los nuestros colgó del madero y le abrieron el corazón. Pero ese corazón, siendo humano, era también el Corazón de Dios y de su interior nos vinieron todos los bienes: los sacramentos, la Iglesia…

Y si miramos al interior de ese corazón por la apertura de la herida, ¿qué veremos? Al Padre! Ese es el verdadero contenido de su corazón, el fuego que lo incendia, la fuerza que lo hace latir: al amor a su Padre. Jesús se dejó abrir el corazón para hacernos entrar en la maravillosa intimidad que tenía con su Padre. Su tesoro más preciado era esa intimidad y la quiso compartir con nosotros.

El Evangelio de hoy concluye con lo único que podemos hacer ante el misterio del Corazón humano que amó al modo humano con la fuerza de Dios: “mirarán al que atravesaron” porque en ese corazón está la fuente de nuestro consuelo y a veces no hará falta ni siquiera que verbalicemos lo que nos sucede. Todo estará en mirar a Cristo y dejarse mirar por Él con la certeza de que sabe muy bien lo que es “estar en nuestros zapatos”. Que María nos ayude a contemplar a Cristo. Amén.