¿Dónde se guardan los tesoros? ¿En las cajas fuertes? ¿Debajo de un ladrillo? En esta parte del sermón de la montaña el Señor los desvela el lugar donde guardamos de verdad todos nuestros tesoros: El corazón.

Hoy Jesús nos quiere hacer una radiografía del corazón. ¿Qué hay en nuestro corazón? El corazón es el lugar de la intimidad. Es el lugar de nuestros amores, de nuestros afectos. Nos movemos por ellos. Pero nuestra experiencia nos dice que no todos los amores del corazón están ordenados. ¡Que necesidad de ordenación afectiva tenemos!

Ya lo decía San Agustín cuando en Cartago cuando, agitado por diversos amores buscaba orientación para su ruta tras la verdad. Así lo escribía en sus confesiones: ¡Que abismo es el hombre, de quien tú, Señor, conoces hasta el número de sus cabellos! Y, sin embargo, es más fácil contar los cabellos de la cabeza que los afectos y movimientos del corazón.

Donde está tu tesoro está tu corazón y donde está tu corazón, allí también está tu tesoro. Porque actuamos movidos por lo que amamos. El mismo obispo de Hipona lo repetía: Dime lo que amas y te diré que eres. ¿Amas la tierra? Tierra eres. ¿Amas a Dios? Dios eres. ¿Qué es lo que amamos? Jesús hoy en el Evangelio nos invita a amar lo que verdaderamente vale la pena y dejar de perder el tiempo poniendo el corazón en las cosas terrenas, que la polilla y la carcoma roen.

Es lo que San Pablo invitaba a hacer a los cristianos de Colosas: Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra (Col 3, 2).

Poner nuestro corazón en Dios y para ello, tener la puerta del corazón bien dispuesta. Esta puerta es la mirada. Jesús une ojos y corazón. Se precisa una mirada limpia para tener el corazón centrado y a la vez un corazón limpio para ver a Dios: Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios.

Que María, la mujer del corazón centrado en el Señor, nos conceda un corazón como el suyo para atesorar el verdadero tesoro que es Dios mismo.