Si ayer nos adentrábamos en el misterio del corazón como lugar donde guardamos los tesoros. Hoy el Señor nos advierte de otro elemento decisivo del corazón. Si ayer nos preguntábamos qué es lo que hay en el centro de nuestro corazón hoy la pregunta es ¿A quién doy mi corazón? No hay cosa peor que un corazón dividido. Jesús nos lo dice muy claro: No podéis servir a Dios y al dinero. No podemos tener dos amos.

Esto es muy sencillo. O en el centro de mi corazón está Dios o estoy yo. No cabe escapatoria. El amor a Dios o el amor propio. San Agustín decía: “Dos amores construyeron dos ciudades: el amor de Dios hasta el desprecio de uno mismo, la ciudad de Dios; el amor de uno mismo hasta el desprecio de Dios, la ciudad terrena”.

El primer mandamiento es amar a Dios sobre todas las cosas. El problema está en que muchas veces nos amamos a nosotros sobre todas las cosa y eso nos agobia.

Jesús en el evangelio de hoy nos invita a poner nuestro corazón y nuestra confianza en Dios. Y para ello recurre a la experiencia de la providencia de Dios como el mejor antídoto contra el agobio. Fíjate en las flores, en la hierba… Dios las cuida y las tiene en todo su esplendor. ¿No hará lo mismo contigo a quien quiere más?

Y ¿cómo centrar nuestro corazón en Dios? La clave es clara: Buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se dará por añadidura.

Buscar el reino de Dios es buscar a Dios mismo, su voluntad… Por eso no podemos olvidar que el centro del sermón de la montaña, como vimos hace unos días, era la oración del Padrenuestro y allí suplicamos: hágase tu voluntad en la Tierra como en el Cielo.

Que la Virgen María, madre de la providencia, nos ayude a servir sólo al Señor.