Parece que en vacaciones y con el calor, nos sale más la pereza para las cosas espirituales. Quizá también porque, como tenemos muchos medios a nuestro alcance, terminamos por no valorarlos. Todavía nos resulta asequible asistir a la Eucaristía diariamente, ir a una Iglesia cercana, tener cerca algún sacerdote al que podemos acudir si lo necesitamos, etc. Y si en vacaciones la iglesia nos queda un poco más lejos, o no nos cuadra el horario de misas con el horario de playa, dejamos caer lo que menos nos apetece, que suelen ser las cosas de Dios, y ya recuperaremos cuando volvamos al horario laboral.

Al final, terminamos recluyendo a Dios en un rincón de nuestra agenda, y solo pasa a las tareas prioritarias del día cuando nos agobia algún problema gordo. Eso de santa Bárbara: que solo nos acordamos de ella cuando truena. Ya lo dice el Señor en el Evangelio: “Me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque comísteis pan hasta saciaros”. Es decir: si Dios me concede lo que le pido, entonces sigo creyendo en él; si no responde a mi oración, me lo pienso y, si acaso, procuro echar la culpa a los curas, a la Iglesia, al Papa, o a quien se tuerce, porque al final eso de Dios es un engañabobos. Como si Dios fuera la lámpara de Aladino….

Andamos tan saciados de nosotros mismos, de nuestras seguridades humanas, de nuestros cálculos y criterios, que no terminamos de entender muy bien qué es eso de sentir hambre y sed de Dios. Por eso, nos cuesta creer la promesa del Señor: “El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed”. Más bien la experiencia nos hace creer lo contrario: la fe y el seguimiento del Señor no solo no nos resuelve los problemas, sino que, a veces, nos los complica más. Lo de santa Teresa de Jesús: si así quiere Dios a sus amigos, con la cruz y el sufrimiento, ¡ahora entendemos por qué tiene tan pocos!

No podemos sentir hambre de Dios cuando tenemos el paladar espiritual agostado y desabrido, porque le hemos acostumbramos a las golosinas del mundo y no sabe ya gustar el verdadero alimento que no perece. Quizá por eso valoramos poco la Eucaristía, o no la echamos en falta cuando no la tenemos. La desidia espiritual nos lleva a convertir las cosas de Dios en una rutina, y la rutina nos lleva a dejar las cosas de Dios, sustituyéndolas por compensaciones de diverso tipo que, al final, nos hacen perder el sentido de Dios y el gusto por la vida espiritual.

El evangelio de hoy nos invita a hacer de la Eucaristía el motor de nuestra vida espiritual. La Eucaristía celebrada nos ha de llevar a convertir nuestro día a día en una Eucaristía vivida. El pan que partimos sobre el altar nos enseña a convertirnos también nosotros en pan partido para los demás, sobre el altar de nuestra actividad diaria y cotidiana. Este es el abc de la vida espiritual. Si no, seguiremos padeciendo el mal de ojo espiritual: no sabemos ver a Dios en el día a día de nuestra vida concreta. Si no vemos a Dios ahí, poco sabor a Dios sabremos poner en las cosas que hacemos. Y una vida insípida, sosa y desaborida no atrae a nadie, ni siquiera a quien la vive. Pidamos al Espíritu Santo el don del “buen paladar espiritual”. Quedémonos con la oración que nos enseña hoy el Evangelio: “Señor, danos siempre de este pan”.